Crítica de París, París
La cosa versa sobre un teatro del París de los años 30 y los personajes que revolotean a su alrededor: monsieur Pigoil (Gérard Jugnot), Milou (Clovis Cornillac) y Jacky (Kad Merad) deciden renovar el antiguo y decrépito «Chansonia» y darle nueva vida como «Faubourg 36» con un musical que debe arrasar y resituar el local en el mapa de la varieté. Para ello contratan a una bailarina y cantante, Douce (Nora Arnezeder) y a un plantel de actores cómicos, pero en medio de un clima de floreciente fascismo y con los sentimientos patrióticos y las luchas sociales exaltados nada de todo ello será demasiado fácil.
Uséase que costumbrismo histórico tocan. Buenrollismo francés, más concretamente. De ese de personajes amables y nobles y otros más traidorcetes, con ambiente suave y música de violines pasteleros y acordeón omnipresente. Con una apariencia muy clasicona en su planificación, montaje, iluminación (tonos ocres son los que mandan) y, por lo tanto, palabra mágica: acartonamiento.
Porque todo en «París, París» está almidonado, además de bien planchado y convenientemente dobladito: empezando por su guión, al que se le ven las costuras dramáticas y los giros argumentales a cada pliegue. A resultas de ello, toda la estructura de la película es convencional y predecible, acomodada a -y esa es la clave- lo que un cierto tipo de espectador (poco exigente, no demasiado dado a experimentos ni sorpresas) espera ver. Sí, esos espectadores que dicen ir al cine sólo «a pasar un buen rato, a que me cuenten una historia bonita».
Para tranquilidad de todos, la película está del lado de los buenos (los anarquistas, los resistentes… en definitiva, los actores) y deja a los malos (fascistas, futuros simpatizantes de Hitler) como auténticos patanes. No sea que alguien dude de la legitimidad del discurso. La consecuencia de ello es una lectura demasiado simplista y maniquea de la situación sociopolítica de la Europa pre-guerra. Y haciendo demasiado poco esfuerzo pretende situarse al lado de otras grandes de ese noble subgénero que podríamos denominar «combatiendo la dictadura y la representación desde el escenario», y que tendría entre sus ilustres representantes, así a bote pronto, el «Ser o no ser» de Lubitsch, «El último metro» de Truffaut o la última de Tarantino. ¿Hay que decir que no le llega a la altura de los zapatos a ninguna de ellas? Pues eso.
Porque la cosa es que ninguna de las citadas caía en la acumulación de topicazos en la que se revuelca con gusto «París, París», y ninguna de ellas tampoco renunciaba a la audacia y a la novedad como sí hace esta: recurre a las fórmulas de «puesta en marcha de un teatro», donde no faltan su secuencia de «cásting estrambótico», y su momento de gran estreno. Además, el clímax dramático está articulado por un final en el que muere quien tiene que morir [SPOILER] o sea, el actor simpático para motivar la lágrima y el «malo» para sentirnos convenientemente recompensados [fin del SPOILER] y donde se enamora quien se tiene que enamorar y se redime quien se tiene que redimir.
Eso, y una reconstrucción eficiente con una puesta en escena correcta, aunque poco exhibicionista, más alguna secuencia visualmente lograda (la última, en medio de una nevada renovadora).
Pero poco más.
Y no es que «París, París» sea una mala película, es sólo que se engloba en una corriente de cine europeo, especialmente francés (nuestro equivalente podría ser Garci, y el italiano, Benigni), muy conformista y de escaso riesgo, para plateas poco exigentes o algo estancadas en una visión del cine no renovada y que les lleva a confundir clasicismo por clasiconería y sensibilidad por ramplonería.
5/10