Crítica de París, París

Digámoslo ya de entrada: su nominación al Oscar, la de mejor canción para «Loin de Paname» es el único motivo por el cual rescatamos esta «París, París» (o «Faubourg 36», o «París 36», como gustéis) que se quedó -dejamos- en el tintero allá por abril del año pasado, cuando se estrenó en España. Y es que por lo demás, «París, París» no pasa de insulsa mezcla de drama pre-bélico y comedia musical cabaretera de buenos sentimientos y voluntad ternurista, blanda como merengue y de lo más inocentona. Tanto o más que la anterior película del director Christophe Barratier, «Los chicos del coro».

La cosa versa sobre un teatro del París de los años 30 y los personajes que revolotean a su alrededor: monsieur Pigoil (Gérard Jugnot), Milou (Clovis Cornillac) y Jacky (Kad Merad) deciden renovar el antiguo y decrépito «Chansonia» y darle nueva vida como «Faubourg 36» con un musical que debe arrasar y resituar el local en el mapa de la varieté. Para ello contratan a una bailarina y cantante, Douce (Nora Arnezeder) y a un plantel de actores cómicos, pero en medio de un clima de floreciente fascismo y con los sentimientos patrióticos y las luchas sociales exaltados nada de todo ello será demasiado fácil.

Uséase que costumbrismo histórico tocan. Buenrollismo francés, más concretamente. De ese de personajes amables y nobles y otros más traidorcetes, con ambiente suave y música de violines pasteleros y acordeón omnipresente. Con una apariencia muy clasicona en su planificación, montaje, iluminación (tonos ocres son los que mandan) y, por lo tanto, palabra mágica: acartonamiento.
Porque todo en «París, París» está almidonado, además de bien planchado y convenientemente dobladito: empezando por su guión, al que se le ven las costuras dramáticas y los giros argumentales a cada pliegue. A resultas de ello, toda la estructura de la película es convencional y predecible, acomodada a -y esa es la clave- lo que un cierto tipo de espectador (poco exigente, no demasiado dado a experimentos ni sorpresas) espera ver. Sí, esos espectadores que dicen ir al cine sólo «a pasar un buen rato, a que me cuenten una historia bonita».

Y bonita lo es, la historia. Contiene momentos dramáticos, cómicos y románticos. Que no haga llorar, ni reír, ni emocione especialmente parece no importar demasiado. Pero es que si uno va medio paso más allá, la identificación con los personajes es difícil, porque todos están cortados a partir de moldes ya conocidos: el patrón malvado (fascistoide, iluminado entre penumbras, con voz ronca y cara de sádico), la prometedora actriz joven y pizpireta pero-con-carácter (atención, potencial mitad A de la pareja romántica), los espías al más puro estilo Gestapo, el vejete adorable de aspecto chaplinesco, el joven rebelde e impulsivo (mitad B; ¿con un físico intencionadamente parecido al del Serge Reggiani de «París, bajos fondos»?), la consabida Résistance (menos creíble, por cierto, que la de «Top Secret»), y así.
Para tranquilidad de todos, la película está del lado de los buenos (los anarquistas, los resistentes… en definitiva, los actores) y deja a los malos (fascistas, futuros simpatizantes de Hitler) como auténticos patanes. No sea que alguien dude de la legitimidad del discurso. La consecuencia de ello es una lectura demasiado simplista y maniquea de la situación sociopolítica de la Europa pre-guerra. Y haciendo demasiado poco esfuerzo pretende situarse al lado de otras grandes de ese noble subgénero que podríamos denominar «combatiendo la dictadura y la representación desde el escenario», y que tendría entre sus ilustres representantes, así a bote pronto, el «Ser o no ser» de Lubitsch, «El último metro» de Truffaut o la última de Tarantino. ¿Hay que decir que no le llega a la altura de los zapatos a ninguna de ellas? Pues eso.
Porque la cosa es que ninguna de las citadas caía en la acumulación de topicazos en la que se revuelca  con gusto «París, París», y ninguna de ellas tampoco renunciaba a la audacia y a la novedad como sí hace esta: recurre a las fórmulas de «puesta en marcha de un teatro», donde no faltan su secuencia de «cásting estrambótico», y su momento de gran estreno. Además, el clímax dramático está articulado por un final en el que muere quien tiene que morir [SPOILER] o sea, el actor simpático para motivar la lágrima y el «malo» para sentirnos convenientemente recompensados [fin del SPOILER] y donde se enamora quien se tiene que enamorar y se redime quien se tiene que redimir.

 

A la boca nos podemos llevar algún que otro número musical tirando a logrado («Partir pour la mer», con su indisimulado guiño al musical clásico de Hollywood) y alguna canción bonita (como la citada «Loin de Paname»), y un cierto cariño por las tablas teatrales y una fe en su capacidad para cambiar el mundo y la sociedad desde la representación artística.
Eso, y una reconstrucción eficiente con una puesta en escena correcta, aunque  poco exhibicionista, más alguna secuencia visualmente lograda (la última, en medio de una nevada renovadora).
Pero poco más.
Y no es que «París, París» sea una mala película, es sólo que se engloba en una corriente de cine europeo, especialmente francés (nuestro equivalente podría ser Garci, y el italiano, Benigni), muy conformista y de escaso riesgo, para plateas poco exigentes o algo estancadas en una visión del cine no renovada y que les lleva a confundir clasicismo por clasiconería y sensibilidad por ramplonería.

5/10

Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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