Crítica de Pequeñas mentiras sin importancia
Si algo nos han enseñado las películas de nuestra infancia es que la amistad, la más inquebrantable de las complicidades sólo se puede comprender cuando se pone a prueba, cuando se tensa hasta su límite. Y si algo nos ha enseñado el reciente cine europeo de autor con «Celebración» como bandera(1) es que las reuniones de seres que se aprecian pueden llegar a alojar unas cotas de violencia psicológica y física que ni «Deliverance».
Es de básica. Y muy claro lo tiene el siempre apreciable Guillaume Canet al construir su última película que no se decide si es un drama, si es una comedia, o si es las dos cosas, pero que sí que apunta a todo eso de la amistad, la reunión y la violencia sentimental. Y es que cuando hay de esto último, aquella presunta distancia temporal entre drama y comedia (comedia = drama + tiempo, lo decía Allen) tiende a quedar pulverizada, asimilada por esta feliz tendencia al «humor incómodo». Ante algunas situaciones uno no sabe si reír o violentarse. Y eso siempre es bueno.
Pero es que las primeras cargas que lanza Canet son de profundidad: un grupo de amigos ve cómo su escapada a la casa de la playa casi queda saboteada a causa del tremendo accidente que sufre uno de ellos. He dicho casi. La realidad puede moldearse a conveniencia de uno, es fácil. El autoengaño puede apaciguar todas las conciencias atormentadas que haga falta y convertir a un amigo moribundo en un tipo que se alegrará de que nos lo estemos pasando bien en la playa con unos piña coladas en mano.
Es sólo el principio de una serie de aventuras cotidianas marcadas por la tensión de los secretos, el peso de las frustraciones, la ponzoña que arrastran las «pequeñas mentiras» aparentemente «sin importancia». Aquél que me dijo, el otro que en realidad quería y la de más allá que siempre me ha gustado pero nunca he llegado a expresárselo.
«Pequeñas mentiras sin importancia» es un gallinero enmoquetado por las diminutas heces que se van escurriendo de -perdón por lo gráfico- los traseros de sus avícolas habitantes, capaces de convivir –es la amistad- pero también de sacarse los ojos a picotazos sin darse demasiada cuenta. Y es una escapada veraniega, saludable; una evasión de clase media alta parisina, desconexión de los estreses de la vida de oficina; un caldo de cultivo perfecto para anécdotas, chistes, bromas, canciones, reflexiones profundas y demás existencialismos. Pero sí, sobre un suelo cubierto de mierda. «Pequeñas mentiras sin importancia» contempla la feliz circunstancia: cuanto más intrascendente se pone, más profundo duele. Cuanta más lejía se aplica al trapo, más se va la suciedad, pero más se corroe la tela.
Canet disecciona, remueve y sutura sin desinfectar con precisión cirujana. Aplica la mala leche pero compone unos personajes con profundidad y palpabilidad. Capaces de cosas buenas y de cosas malas que parecen buenas. Y de hecho sustenta toda la trama en ese grupo de cuarentones (mezquinos, tiernos, patéticos, impulsivos o asustadizos, lo normal) arrastrándolos hasta el zarrapastro, pero tratándolos en el fondo con cariño y comprensión hasta lograr ese milagro de la identificación.
Es el punto fuerte de una película que si debiéramos meterla en algún saco, sería con toda seguridad en ese algo falaz de «películas de personajes»: la trama, en este caso compuesta de presuntas minucias y que avanza a golpe de acción/reacción o de simple mirada/contramirada, también se reserva un par de ordinarieces y recursos de pintor de paredes.
Y es que Canet no duda (bueno, un poco sí) en teledirigir a los espectadores y a sus muy suyas emociones a golpe de efecto melo o de banda sonora cargadita de pelotazos sentimentales. Muy como de drama de oferta, poco elegante en estas circunstancias: tan sutil se muestra en algunos momentos, que el contraste con el caño gordo termina molestando lo suyo.
Del mismo modo, se echa de menos un poco de síntesis en todo esto. Cuando lo intenso si breve dos veces bueno, dos horas y media de arañazo al alma y de solaz playero terminan dejándolo a uno para vaso de leche y a la cama. Ya digo yo, la tensión dramática se contrae y dilata constantemente, pero los sentimientos se van acumulando y el agotamiento termina por aparecer.
Asumidas estas contrariedades, cabe rendirse a Canet y su película, qué coño. Una especie de versión relax de aquella «Un cuento de Navidad», caramelazo dramático (aún por superar en su terreno) con el que Arnaud Desplechin nos envenenaba hace unas temporadas, en el que de nuevo las fronteras entre el amor y lo otro se ponen en entredicho. Un nuevo retrato de seres tan asquerosos como reconocibles.
Vamos, que sea como sea, y a pesar de sus defectos, cuando se pone, «Pequeñas mentiras sin importancia» es electricidad narrativa de haute tensión y première qualité en orfebrería dramática. Y escuece que no veas.
7’5/10
(1) Y ojo, que el recurso ha sido usado y abusado a lo largo de toda la historia del cine, a menudo esgrimiéndolo como arma arrojadiza en nombre del descontento hacia las instituciones más tradicionales, ya sea la familia o el propio estado, como metáfora del choque generacional o bien como síntoma de la juventud que se desvanece: «La gata sobre el tejado de zinc», «Cuentos de Tokio», «Los mejores años de nuestras vidas», «Sonata de otoño», «Diner», «Reencuentro», «Los amigos de Peter», «Secretos y mentiras» o «Las invasiones bárbaras» reflejan de un modo u otro que las reuniones de seres queridos no siempre son sencillas.
Interesante.
Me ha gustado mucho esta película y no sólo por Marion Cotillard, que fue la primera razón de verla. Es verdad que se hace un poco larga y, puestos a quitar, yo hubiese prescindido del final. Hay un momento, veinte minutos antes o así, que de fundirse en negro habría tenido todos mis aplausos. Coincido totalmente con la crítica, fundamentalmente con aquello en lo que no me había fijado. :)