Crítica de El postre de la alegría (Paulette)
El pasado 23 de octubre la edición digital de El País se hacía eco de una noticia que explicaba la detención de un hombre de 70 años en Madrid, acusado de delitos contra la salud pública por mantener en su casa una plantación de marihuana. Ya se sabe que a menudo la realidad supera la ficción pero a veces, de manera buscada o no, ambas se igualan y parecen reflejarse la una en la otra. A los encargados de promocionar comercialmente El postre de la alegría les interesará conocer esta nota de casticismo sofisticado porque lo nuevo de Jérôme Enrico habla de algo que no anda muy lejos. Paulette (interpretada por la mítica, ya fallecida Bernadette Lafont) es una señora mayor bastante indeseable, vieja amargada, racista y cínica, que con el hastío vital y las necesidades económicas, decide darse una última emoción fuerte y, quizá, ayudar -por primera y última vez- a su hija, al cargo de un niño. Negro para más señas. De modo que tras ver cómo por una combinación de sucesos le cae del cielo una cierta cantidad de hachís la señora de cide, en lugar de hacer un homenaje a Cheech y Chong, cocinar una remesa de galletitas con el stash. De la noche a la mañana, Paulette queda convertida en una especie de Walter White de andar por casa septuagenaria, una pope de la droga disfrazada de viejecita desvalida.
Material de comedia pura. En este caso la comicidad vuelve a nacer del choque, del recurso pez fuera del agua, de ver cómo la anciana aprende el oficio, va a pillar lo que necesita y se mueve como un experto camello entre los bajos fondos parisinos, negocia tarifas con trapicheantes, esquiva la policía, se involucra arma en ristre en standoffs o tiene que partir el chocolate de cualquier manera, con un cuchillo de cocina, sobre el hule. Y mientras tanto se va construyendo su imperio doméstico de tartas y brownies de hachís, haciéndose un nombre legendario entre los maleantes callejeros y montándose sus fiestas de pastas y te con el resto de sus amigas mesozoicas una de las cuales es, por cierto, Carmen Maura. Pura comedia cannábica -emparentada con El jardín de la alegría bastante más allá de su euforizante título- que no desperdicia la ocasión de constituirse como visión ácida pero insospechadamente tierna sobre los últimos compases de la vida, pero tampoco como parodia del cine criminal, con sus chanchulleros de poca monta y sus mafiosos del tres al cuarto. Aquí es donde el relato se despendola más, siempre sin salirse de sus cauces, y quizá ofrece mayores dosis de entretenimiento graciosillo y a ratos hasta gracioso.
Porque lo que realmente funciona es la contraposición. El realizador empieza apelando a la caricatura grotesca un poco a lo Délepine/Kervern, pero pronto afianza su propuesta visual en la representación costumbrista de ese mundo queco de las ancianas, de ambientes ocres, alejado de la suciedad postindustrial de las calles de los barrios deprimidos. Interiores de papel pintado, tapetes de punto, tacillas de café desconchadas que se contraponen conceptualmente con la humedad y los graffiti de las calles. Nada que, no obstante, pueda llegar a chirriar ni violentar en exceso, más allá de esa amarga lectura entorno a las necesidades económicas cada vez más delicadas de los ancianos en la sociedad contemporánea, con la caída de las pensiones como doloroso trasfondo. No, El postre de la alegría pertenece a ese grupo de comedias francesas un poco desfasadas pero bastante agradecidas que un poco pueden gustar a todo el mundo sin oponer resistencia alguna. Es una película amable, un punto ácida y un algo amarga y que habla desde la incorrección política, sí, pero en el fondo es un producto poco incómodo y sólo medianamente original. Inofensiva pero simpática. Y con Bernadette Lafont, que siempre es (fue) un placer.
5’5/10