Crítica de Réquiem por un boxeador (Requiem for a Heavyweight)
Historia dorada de la ficción televisiva en formato relámpago: en 1956 la CBS estrenaba Requiem for a Heavyweight, segundo episodio de su serie Playhouse 90, y con ella pasaba a engrosar un catálogo de títulos que posteriormente se convertiría en legado imborrable: el de un puñado de producciones que desafiaron el establishment televisivo del momento demostrando que una narrativa más dilatada podía seguir sustentando un drama intenso y seguir gozando de una recepción nada despreciable por parte de los espectadores. Aquello rompía reglas. Estiraba los sesenta minutos a casi 90 e inauguraba para el ámbito de las teleseries el concepto de TV-movie. Y de paso se convertía en escaparate de varios directores en auge, sirviendo como vehículo de fogueo para gente como John Frankenheimer, Sidney Lumet, George Roy Hill, Arthur Penn, Franklin J. Schaffner o Delbert Mann, todos ellos exponentes de lo que posteriormente vendría a llamarse la «Generación de la Televisión».
Ahí, pues, se encuadraba Requiem for a Heavyweight, dirigido por un Ralph Nelson bastante habituado al medio catódico y escrito por el gran Rod Serling, ex-boxeador para más señas, responsable de posteriores guiones para Playhouse 90 y a la postre creador de The Twilight Zone tres años después. El revuelo popular fue considerable, y seis años y varios premios más tarde, el episodio en cuestión daba el salto al cine (una tendencia que repitieron otros títulos, como Marty o Days of Wine and Roses) contando con un reparto de mayor gancho comercial -Anthony Quinn, Jackie Gleason, Mickey Rooney y Julie Harris sustituían respectivamente a Jack Palance, Keenan Wynn, Ed Wynn y Kim Hunter-. Y articulándose entorno a un guión reescrito por el mismo Serling a partir de su propio original.
Una adaptación pues del primer teleplay a la gran pantalla que mantenía sus constantes pero que introducía algún cambio significativo, tanto formal (la película se abre con un virtuosísimo plano subjetivo, prueba palpable del músculo visual de Nelson) como argumental (al margen de la incorporación del personaje de Ma, la polaridad emocional del final del realto era la opuesta en la película respecto a la TV-movie). Pero por lo demás, las constantes de Réquiem por un boxeador se mantenían respecto a su predecesora televisiva, contando la deriva de un luchador venido a menos que tras una sonada derrota emprende la cuesta abajo ante las presiones de un mánager interesado y un interés amoroso recientemente descubierto. El drama pugilístico por excelencia, focalizado en la gran tragedia del boxeador: no poder seguir peleando pero no saber hacer nada más que eso.
A partir de ahí, Serling y Nelson construyen un intensísimo relato apegado a los ambientes barriobajeros y brumosos del cuadrilátero (a pesar de su práctica ausencia de combates), empapados en trapicheos y extorsiones, que sin embargo se mantiene lejos de la épica grandilocuente de gran estadio, del discurso del sudor por la victoria y el triunfo de la voluntad. Al contrario, la película pronto deviene en un drama de cámara muy ligado a los interiores, a los espacios estrechos. A los recovecos de la moralidad, la amistad, el amor, la compasión y… el fracaso. Los puntos cardinales que determinan la ética de un puñado de personajes que son menos eso que auténticas personas, palpables, profundas y matizadas. Reflejos de la generosidad y la mezquindad, retratos vivientes de la derrota. No en vano, los responsables de Réquiem por un boxeador predican un cierto cariño (derrotista, pero cariño al fin y al cabo) por los perdedores y los desclasados. Por los que están en la parte del escenario donde se difumina el foco.
En estas coordenadas se mueve la película, que transcurre con un tono profundamente melancólico por una escenografía cuidadísima, en algunos momentos hiperexpresiva. De nuevo, inestimable labor la de Nelson en su propia traslación a la gran pantalla, obteniendo unos resultados técnicos y artísticos que no volvería a repetir en toda su carrera a excepción de, quizá, en Los lirios del valle. Un entorno propicio en el que Quinn compone una de sus grandes interpretaciones para ese personaje triste pero lleno de fuerza. Un tipo que se mueve con brusquedad y que condensa en su misma persona los conceptos básicos que maneja el guión de Serling. Heroismo, patetismo y sacrificio. Especialmente, dignidad y honestidad.
Con cincuenta años de historia cargados en sus robustos hombros, Réquiem por un boxeador se inscribe en la afortunada corriente de dramas pugilísticos que van añadiendo sutiles variaciones sobre el corpus global y que van convirtiéndose en pequeñas piezas imprescindibles de un subgénero. De modo que es fácil imaginar esta como una prolongación de algunos aspectos u otros de Cuerpo y alma, de Más dura será la caída, de El ídolo de barro, de Marcado por el odio o, especialmente, de Combate trucado, aún hoy una de las mejores películas sobre boxeadores jamás rodadas. Y a su vez, la de Nelson habrá servido probablemente de inspiración -obviando el periodo de los setenta con notables ejemplos «paralelos» como La gran esperanza blanca o Fat City– a la celebérrima Toro salvaje.
Como sea, Réquiem por un boxeador es una película única, no tanto en su temática como en su rara capacidad para encontrar en lo maximalista el drama más íntimo. Porque es esta una de esas ocasiones en las que todo parece cuadrar: un guión de oro en una realización preciosa, binomio en el que ni sobra ni falta nada, y que finalmente articula una historia tierna pero desarmante, tremendamente humana, intensamente emotiva, hermosa y terrible. Un clásico semioculto que ahora llega a nosotros gracias a una reedición de Sony en DVD, desprovista de extras pero cuidada en la presentación de su video y audio. Imprescindible para disfrutar de una obra maestra de semejante envergadura.