Crítica de Rompecabezas
Dicen que en tiempos de supertipos que salvan la humanidad ataviados con capa y embutidos en monos de spandex, los auténticos héroes son aquellos hombres y mujeres que se juegan el cuello rescatando a gente de incendios, evitando atracos o poniendo en juego su integridad salvando vidas en una sala de urgencias. Bien, pero nuestra realidad más inmediata va más allá (o más acá) y hunde los pies en una tierra de lo cotidiano igualmente heroica: ya se es un héroe cuando se logra romper con los roles sociales preestablecidos y se logra reescribir el camino propio en un afluente sorpresa que se escinde de lo que parecía el río principal.
Es lo que hace María del Carmen (superlativa María Onetto), ama de casa tipo que al pasarse a la cincuentena descubre que no todo en su vida se reduce a ser un engranaje (para colmo el más importante) en la cadena de montaje de su familia, marido/hijos adolescentes. María es madre, es esposa, es amada madre y amada esposa, pero también es María y, por lo visto, un hacha en el ensamblaje de puzzles. Y la vida le lleva a conocer a Roberto, sesentón apasionado de los rompecabezas en busca de compañera para campeonato de ídem.
A medio camino de la complacencia para todas las plateas practicada por Campanella y la radicalidad ascética casi hostil hacia el espectador de Lisandro Alonso, Natalia Smirnoff demuestra que Lucrecia Martel no está sola en esto de ofrecer un punto de vista femenino de una cara de Argentina muy distinta a la que los espectadores del viejo continente estamos acostumbrados. Esa faceta más exportable, amable y despreocupada, casi folclórica, de un país cuya realidad es mucho más poliédrica. Y vendría a sumarse a una lista de realizadoras coetáneas (Lucía Puenzo, Julia Solomonoff, Celina Murga, Ana Katz o Anahí Berneri, por citar las menos desconocidas por aquí) empeñadas precisamente en ello. En ofrecer un cine más inquieto y estilísticamente comprometido y que no se compromete sino con sus propios preceptos.
Es el caso de «Rompecabezas», que se atrinchera tras un estilo pseudodocumental con recursos conocidos (paradójicamente la cámara al hombro, los desenfoques o el montaje fragmentado han terminado convirtiéndose en eso, en recursos; en constructos de la pura ficción) para lograr -vaya si lo logra- un acercamiento desnudo, honesto y humilde -¿demasiado?- a esa María del Carmen que absorbe para sí todo el núcleo dramático. La película se sabe sencilla y crece sencilla, prefiriendo mantenerse en su propio minimalismo conceptual antes que tratar de ofrecer discursos más universalistas, tíquet directo para fracasos y naufragios en la grandilocuencia. Una vía directa para lograr una meta directa, la de la idea diáfana, comprensible, casi única: esto es, cuando uno se cree que ya la tiene puesta y barnizada, la vida puede darle una sorpresa y manifestarse de repente en toda su plenitud.
En otras palabras, María descubre su auténtico «yo» al desligarse de su rutina y encontrar, casi por casualidad, la pasión. Y termina convertida en lo que debió ser desde el principio: la protagonista de su propia vida.
O sea, que «Rompecabezas» es una película sobre el conocerse a sí mismo y sobre darse fuelle, sobre coger la vida por los cuernos, a través de ese sencillo recurso del rompecabezas como metáfora del caos que necesita ser ordenado. Pero la historia que vehicula la idea también contiene material interesante: ese feminismo basado en un precepto aparentemente tan lógico (pero desgraciadamente raro) como es la individualidad de la mujer, la superación de la sumisión a la propia familia, al cuidado de marido e hijos, demasiado ensimismados como para llegar a plantearse qué ocurre en el entorno más inmediato de María del Carmen.
Sin embargo ese minimalismo temático y formal ratoniza la película hasta lo peligroso. La realización de Smirnoff no se traiciona nunca, no abandona en ningún momento la elegancia y la delicadeza, pero termina resultando un tanto pobre en cuanto a estilo y no deja que muera en ningún momento la sospecha de que «Rompecabezas» ambiciona menos de lo que debería. De modo que se hace necesaria un ejercicio de humildad como espectador y una especie de, ay, purga de los prejuicios y las expectativas para llegar a apreciarla: íntima, sincera, honesta, «Rompecabezas» encantará y repelerá a partes iguales. Pero su mera existencia, y la de gente como Natalia Smirnoff, ya es una buena noticia de por sí.
7/10