Crítica de El secreto de Adaline (The Age of Adaline)
Hay películas consideradas como buenas, y películas consideradas como bostas. Allá cada cual con sus gustos, pero si se va a contracorriente, se tiene que ser consciente de… bueno, eso, de ir a contracorriente. Sin embargo, y más hoy en día, el grueso de estrenos se sitúa en un ni fu ni fa, y que gusten o no depende más de un estado de ánimo, de cómo caigan en gracia, que de otra cosa. La mediocridad impera, y desde ahí es de donde llega el romance entre Blake Lively y Michiel Huisman titulado El secreto de Adaline: genuinamente válida tan sólo en un par de aspectos, cuestión de cada espectador para el resto. ¿Proclive al melodrama? ¿A todo lo que suene a ciencia-ficción por muy de refilón que sea? Serias posibilidades de evadirse durante las escasas dos horas que propone este vacuo, pero inofensivo entretenimiento. ¿Exigente, deseoso de ser sorprendido cada vez que se accede a una sala? Pies para qué os quiero. Así de sencillo. La propuesta de Lee Toland Krieger puede que se maquille un poco más de lo debido, pero no esconde sus limitaciones ni se siente avergonzada de ellas. Partiendo de una premisa fantástica (una mujer sufre un accidente mortal del que, casualidad imposible mediante, revive habiendo detenido la capacidad de envejecer de su cuerpo), vira enseguida hacia el romance (chica inmortal conoce chico por el que morir muerta de amor); evidente conflicto generado casi de manera automática, y a endulzar se ha dicho.
Falla, qué duda cabe, en muchos aspectos. De entrada abusa de la voz en off por miedo a que algún espectador se pierda en su disparatada, pero simplísima, introducción; recurso al que acude sin miramientos cada vez que intuye que su argumento se complica, olvidándose de él cuando deja de requerir sus servicios. De este modo, lo único que se consigue es descolocar a propios y extraños, cuando no era en absoluto necesario; y es que ya no es sólo que la parte fantástica de su entramado sea de lo más básico, sino que su devenir resulta harto previsible, por lo que con dejarla fluir de manera uniforme por derroteros conocidos bastaba. A veces, que el consumidor conozca de antemano el producto, y el final únicamente sirva para confirmárselo, no es malo. De hecho, es un poco la baza con que juega Adaline, enarbolando un divertimento que pretende sonsacar solamente desde su lado más almibarado, alejando al resto de emociones de todo atisbo de sobresalto. Otro apartado cuestionable pasa por el estilo que le imprime Toland Krieger. Demasiado relamido y preciosista, pasándose de frenada con el ralentí hasta el punto de generar desvíos de atención para perderse por los elaborados escenarios, admirar su fotografía, o los vestidos que se gasta la protagonista en las diferentes épocas por las que pasa.
Pero hete aquí que la cosa, insisto en la predisposición de cada uno, funciona. La mezcolanza resultante toma elementos tanto de Pushing Daisies como de un capítulo de relleno de Black Mirror, así como de la novela (y posterior película) En algún lugar del tiempo (de Richard Matheson), de Chocolat y hasta de Eduardo Manostijeras (en puntuales flashes al pasado). Todo para situarse en ese universo no del todo claro por el que pululan Más allá del tiempo, Una cuestión de tiempo y Un amor entre dos mundos entre otras dudosas muestras. Pero desde ahí es capaz de aportar un punto extra de frescura (todo lo relacionado con Harrison Ford) sin por ello perder de vista su objetivo: pegarse un atracón de azúcar. Y lo hace cuidando un poquito más de lo normal a su guion, trabajando en sus personajes y lanzando al viento alguna pregunta interesante que, vale, luego no acaba de desarrollar del todo, pero sí le abre al espectador un abanico de posibilidades sobre las que dar alguna vuelta. Súmeses la mejor interpretación de Blake Lively hasta la fecha y un partenaire masculino capaz de cuestionar al más hetero de los asistentes a la proyección, como es Michiel -Daario Naharis- Huisman, y tenemos tarde tonta de domingo echada, a compartir con la pareja.
5/10