Crítica de La Sombra del Poder
Ya sea gordo, flaco, haciendo de gladiador o padre de familia, Russell Crowe es a día de hoy uno de los mejores actores del estrellato americano (si no el que más). Su sola presencia en el reparto de cualquier película ya justifica su visionado, y si encima está especialmente inspirado, no se puede sino rendirse a la evidencia y ovacionar al neozelandés merecedor de mucho más reconocimiento del que lleva hasta ahora.
Su poderío interpretativo es tal, que en ocasiones como la que nos ocupa, es incluso capaz de contagiar algo de su buen hacer al resto de compañeros: ahí está Ben Affleck en su trabajo más convincente que uno recuerda.
Si esta razón no es lo suficientemente convincente para el visionado de «La Sombra del Poder» (horrorosa traducción castellana que induce a la confusión vistos los próximos estrenos) que no salten las alarmas; no es ni mucho menos el único punto fuerte de esta sensacional película que quizás no sea excelente, pero sí raya a un nivel altísimo a lo largo de sus dos horas largas de duración. Y eso, en los días que corren, es una gran proeza.
Basada en una miniserie homónima de la BBC (que por cierto saldrá en breve a la venta por aquí), «State of Play» se centra en la figura de Cal McCaffrey (Crowe), un periodista de Washington que se ve envuelto en una trama de asesinatos sin aparente conexión pero que no tardan en vincularse al congresista Stephen Collins (Affleck). Debido a la amistad que los une, el periodista seguirá la pista de los asesinatos con la ayuda de su compañera Della (Rachel McAdams) y las presiones de su jefa (Helen Mirren), descubriendo un juego de engaños y mentiras de proporciones tan grandes como peligrosas…
Ciertamente, a los artífices del éxito cabe buscarlos en diversos niveles de la cinta más allá del apartado del reparto (aunque quizás éste siga siendo el más importante).
Primero, debe destacarse la labor de sus tres guionistas expertos en materia: nada menos que el Billy Ray de «El Precio de la Verdad», el Matthew Michael Carnahan de «Leones por Corderos», y el Tony Gilroy de la saga de Bourne.
Juntos logran la difícil tarea de recortar seis horas de serie en dos de película, bordando un trabajo compacto, creíble y ascendente que no brilla por su originalidad pero desde luego sí por su exposición y tratamiento, maquillando a base de profundización y apuesta por seriedad los innumerables lugares comunes en los que inevitablemente cae. Y es que cada vez resulta más difícil ver un thriller político/policíaco original.
El otro gran triunfador del cotarro es su director, Kevin MacDonald («El Último Rey de Escocia»). Desde la más absoluta sobriedad y sin un atisbo de precipitación salvo quizás en su tramo final , MacDonald mantiene en todo momento viva la atención pese a su ritmo de carácter cachazudo, logrando que la espectacularidad surja de los diálogos y los descubrimientos, las revelaciones y el devenir lógico de la situación. Demostrada su facilidad para los (aparentes) tiempos muertos, el cineasta escocés es capaz de intercalar determinados segmentos más activos, tan escasos como igualmente logrados por su conexión con el desasosegado espectador.
Todos ellos (y otros, entre los que destaca la estelar y desternillante aparición de Jason Bateman) logran que «La Sombra del Poder» se convierta en un notable thriller de brillantes diálogos y mejores actores, al que tan solo se le podría reprochar un twist final que no sólo peca de precipitado, sino de un peliculerismo un punto innecesaria dada la personalidad de lo visto hasta el momento.
Aunque eso no evita que la película sea tan espectacular como intensa y, no nos olvidemos, preocupante, pues más de uno se preguntará qué de cierto hay en toda esa trama casualmente similar a la de la actual temporada de «24». Y ya se sabe que tanto va el cántaro a la fuente…
8/10 (es que Russell Crowe lo hace muy, muy bien)
En las dos pelis mencionadas se parece hasta el cartel. ¡Qué ojo oye!
Es que mi Russell es más mono…
Pues eso.
Sí, cosas que tienen los publicistas y distribuidores…
y hombre, tanto como mono, mono, no sé!