Crítica de Spencer
No ha ni arrancado la película, cuando salta la alerta: esto, reza un letrero, es una fábula inspirada en una tragedia real. Vamos, que Spencer no es un biopic al uso, para decepción de los fans del malogrado icono inglés. Alegría, por su parte, para los seguidores de Pablo Larraín, enfant terrible chileno (aún vamos dando vueltas a No y El club con sendos revueltos estomacales) que vuelve a situar en el centro de sus focos a una mujer de la realeza (o así) tras haber dirigido Jackie en 2016. Así pues, el guion de Steven Knight (¡nada menos!) imagina una hipotética reunión navideña en casa de la familia política de Diana de Gales; dos o tres días de puro infierno para la protagonista, ave enjaulada, alma libre condenada a una cárcel, de oro, que amenaza con acabar hasta con su cordura.
No se corta, Larraín, en mirar con ojo crítico la ostentación de la familia real británica, con pomposos planos alrededor de la excesiva villa en la que se da cita, o que ponen en evidencia lo absurdo de todas las tradiciones y protocolos sobre los que se sustenta el día a día de tales personajes. Para luego, claro, enfrentarlos a la nota discordante, Lady Di, esta mujer que vomita todo manjar real al tiempo que anhela irse a un fastfood, y que odia tener que vestir con vestidos o colores que le vengan dados. Nota discordante en el sentido más amplio: incluso la banda sonora, por lo general igualmente altiva y rimbombante, es invadida por pasajes de jazz cuando Diana intenta hacer frente a lo que tiene por delante. Valga como ejemplo, sólo uno y acaso de los más sutiles, de los juegos que propone Spencer para buscar el desasosiego constante en un drama en el que no ocurre mucho, o mejor, no se verbaliza mucho, y sin embargo no deja de enfangarse a velocidad endiablada.
Como ya es habitual en su filmografía, Larraín vuelve a poner a trabajar a toda máquina su obsesión por el detalle y el control: a nivel audiovisual, y por tanto sensorial, su película no baja el ritmo ofreciendo una miríada de detalles en prácticamente cada escena. Abriendo la película con un cartel que se ve al final de un angosto pasillo y que reza «no hacer ruido, aquí se oye todo»; pasando de enormes planos aéreos a cortísimos primeros planos del rostro desencajado de Diana; rompiendo el tono cromático con un vestido inesperado; o buscando la falsa perfección de una mesa de billar cuyas bolas están tan perfectamente colocadas, que la mera amenaza de que alguien ponga la mano sobre ellas ya es suficiente para que prestemos atención máxima al diálogo que tiene lugar a su alrededor. Y que es de los más definitorios de la película, por cierto.
Y sobre todo, Spencer persigue con largos planos a Diana caminando a paso acelerado de aquí para allá. Corriendo de allá para acá. Alargando la ansiedad de un personaje en constante movimiento dentro de un mundo anclado y paralizado, en constante intento de huida que se sabe sin suerte. Diana quiere gritar pero, ya lo decía el cartel, no puede hacer ruido para que no la oigan. En la conversación a la que hacía alusión en el anterior párrafo, se la invita a perder a su identidad, a forzar a su cuerpo a hacer cosas que en verdad su mente no quiere hacer. Ahí es nada. Y ahí está la clave de todo este tinglado, justamente: en una mujer que es obligada a tolerar, a vivir situaciones que llegan a ser deleznables por un marido, una familia, una sociedad podrida. El apellido Spencer es muy usado, por tanto vulgar y anónimo, como cotidiano es el drama de Diana si es despojado de toda la virguería real que lo rodea. Y cuando la película logra transmitir sus verdaderas intenciones, hablar de lo que puede ocurrir a cualquier mujer aún a día de hoy, es cuando acaba haciendo trizas todo atisbo de crítica a su frialdad o lentitud (buscadas) o incluso a cierta reiteración de conceptos (involuntaria, y lamentablemente cierta, pero mal menor en todo caso). No, Spencer no está para estas nimiedades, siendo como es una película sumamente necesaria, se sepan o no los acontecimientos o personajes en que se inspira.
Claro que si encima se saben de antemano… pues gana más, claro. Pero principalmente porque es la manera de disfrutar plenamente de la interpretación del año, y de una carrera (al menos hasta la fecha). Kristen Stewart ya ha demostrado por activa y por pasiva sus dotes para la interpretación, pero lo que logra convirtiéndose en Lady Di no es de este planeta. En un dechado de contención y empatía emocional a la vez, grita en silencio, sonríe llorando por dentro, hace totalmente suyo el tremebundo angst de su personaje, entregándose a él con suma naturalidad; humanizándolo por completo pese a que el insistente tour de force al que es sometido en ocasiones invitaría al histrionismo. Como ya ocurriera con Natalie Portman, Pablo Larraín encuentra en su protagonista la aliada perfecta para acabar de redondear una película incómoda, seguramente no apta para la paciencia de más de un espectador, pero perfecta en su cometido. El de ofrecer, desde la excelencia cinematográfica, un drama cotidiano ocurra en el seno de la familia que sea. Porque cuando de acallar a una mujer se trata, tristemente, no basta con desviar la mirada hacia ejemplos de la realeza.
Trailer de Spencer
Spencer: la insoportable angustia de una mujer cautiva
Por qué ver Spencer
Pablo Larraín y Steven Knight imaginan los días de Navidad en la casa real para tortura emocional de una Lady Di, que tarda poco en descubrirse como una mujer normal a la que le toca sufrir un calvario, tristemente, también demasiado normal. Arriesgada en ritmos y tempos, preciosa en lo audiovisual, cuenta con una Kristen Stewart de Oscar.