Crítica de Sueño de invierno (Kis uykusu / Winter Sleep)
No hace falta que venga nadie a concederle premios importantes a Nuri Bilge Ceylan para que el resto de mortales constatemos su grandeza y la necesidad de que exista una carrera como la suya en el panorama actual. El director turco ha resultado ser uno de los nombres más relevantes del cine de autor contemporáneo, título que han ido reafirmando sus consiguientes películas, un corpúsculo artístico que ha ido aportando progresivas capas y facetas a sus discursos (Nubes de mayo, Lejano, Los climas, Tres monos, todas resultaban de alguna manera u otra definitorias de un discurso en progresión) hasta cristalizar su idiosincrasia creativa en la, en todos los sentidos, gigantesca Érase una vez en Anatolia, un relato más apegado a una vocación historiográfica de su propio país y sus gentes. Su salto de lo mínimo a lo máximo. Una cima que ahora sin embargo podría haber superado con esta Sueño de invierno que definitivamente le ha valido la Palma de Oro en el último festival de Cannes y que lo ha consagrado definitivamente, por lo menos en esa esfera de prestigio institucional. Una decisión no poco arriesgada, la del jurado presidido por Jane Campion, entorno a una película de metraje inusual -195 minutos- y eminentemente hablada. Sí, podía haber otras opciones que dejaran a dicho jurado en una zona estilística más confortable, pero pocas eran tan arriesgadas como esta.
Porque de entrada Ceylan parece tomarse un tiempo muy largo para empezar a asentar sus objetivos y a presentar su discurso. Como si el autor se hubiera planteado un retrato observacional dilatado de sus personajes les regala casi media película para que puedan empezar a respirar, para que puedan ponerse a palpitar, para que sienten sus bases psicológicas y morales, de modo que cuando estalle el principal conflicto, este no sea tal, sino más bien una consecuencia lógica de su manera de ver la vida. En otras palabras, no queda muy claro si la película presenta un conflicto con una introducción anormalmente larga o si lo que ocurre hacia mitad de la historia es simplemente una bisagra para un segundo acto distinto. Pero de eso se trata. El espectador llega a ese momento con total conocimiento de los pensamientos, inquietudes y temores de los personajes, y también con una idea bastante clara de los temas que quiere tratar el autor. En ese momento concreto sale a flote la emotividad, hasta ahora muy contenida, las tensiones se acentúan y las dinámicas entre personajes empiezan a tomar un cariz más denso. El modus operandi sigue siendo el mismo: largas conversaciones, escritas desde una óptica naturalista, que se suceden en estancias del hotel que regenta este Aydin, actor retirado que se ha reciclado en articulista y que tiene una vida económicamente cómoda.
Aydin vive con su esposa, muchísimo más joven que él y con su hermana, recién divorciada (superlativos Haluk Bilinger, Melisa Sözen y Demet Akbag), en medio de la estepa de Anatolia. Recibe huéspedes que están de paso e intenta gestionar el alquiler que le deben los inquilinos de una casa de la que es propietario, un imán moroso que trata de sobreponerse a sus penurias monetarias. Y, en esencia, Aydin se dedica a capear las inclemencias climáticas del exterior recluyéndose en su casa, donde mantiene conversaciones dedicadas a desgranar el sentido de su matrimonio, su razón profesional, la relación con su hermana y, en general, los motivos morales, políticos y religiosos de un núcleo familiar bien posicionado y medianamente progresista. Y a pesar de que los temas que toca el autor son densos y potentes, en ningún momento alza la voz. Poco a poco y con una cierta naturalidad, que se diría improvisada si no fuera por la inmensa calidad de sus diálogos, van apareciendo, teñidos de serenidad, pero con una especie de sentido de la fatalidad latente, reflexiones entorno a la vejez, la frustración por la juventud perdida y el salto generacional. Pensamientos sobre la felicidad (es clave una frase pronunciada por Aydin: «Durante nuestra juventud no aprendimos a ser felices nosotros y tampoco aprendimos a hacer felices a los demás»), el posicionamiento religioso, el relativismo y la noción de caridad frente a responsabilidad. Sobre la integridad periodística, el fracaso profesional y la claudicación de los sueños. O sobre la voluntad de vivir de verdad, llevar una vida basada en la honestidad y en la fidelidad total y radical a uno mismo. Especialmente sobre el perdón y la capacidad del hombre para ejercerlo. Y, claro, sobre las relaciones entre hombres y mujeres, en el seno conyugal y en el familiar, en una especie de deuda autoral hacia el Ingmar Bergman de Secretos de un matrimonio.
Una serie de temas, en fin, con un enfoque casi existencialista que ponen a los personajes en una perpetua dialéctica en la que se suceden momentos de comprensión mutua con malentendidos, y tensiones con fogonazos de lucidez y empatía. De modo que a pesar del entorno geográfico (tan decisivo en Los climas y Érase una vez en Anatolia), a pesar de esos magníficos exteriores nevados, impresionantemente fotografiados, Sueño de invierno es menos un estudio antropológico de la región, de las relaciones de la gente con la orografía, de la explotación natural y la relación estrecha con los caballos (eso podría sugerir de entrada) que una película sobre sentimientos humanos profundos y universales. Pero no necesariamente, ni muchísimo menos, un vehículo funcional para que se sucedan los diálogos en una escenografía que podría ser trasladable perfectamente a un ámbito teatral. Al contrario, el tradicional vigor escénico de Ceylan sigue presente, y sus interiores claroscuros siempre responden a una minuciosa planificación narrativa, acorde con el contenido de las escenas. Del mismo modo los exteriores juegan al contraste bestial con los ambientes domésticos y devienen en muchos casos significativos: atención a la llegada de la nieve y sus posibles sugerencias simbólicas en el momento preciso de la historia. Los parajes fríos y húmedos de la Capadocia resultan lienzos desolados donde hombres solitarios (en especial Aydin) deambulan, entre perplejos y perdidos, como en una película de Angelopoulos.
Son momentos en los que se conjuga la gran contradicción que bulle en el centro de la película: la inmensidad alberga la pequeñez y viceversa. La moral (y su relatividad) puede ser universal pero su ámbito de actuación siempre es doméstico e íntimo. Así es un poco esta película, una pieza monumental que discurre en la más radical intimidad y una película tristísima que sin embargo evoca en el espectador una callada euforia. Una serena y lúcida obra maestra tan excesiva como introspectiva. Una película exigente, sí, pero también absolutamente intachable en todos, todos sus aspectos.
9/10
Vaya ritmo de críticas que lleváis, no se puede despistar uno : )
No estaba al tanto de esta, pero ganazas después del leer la fantástica crítica
Ojocuidao, que la peli es una obra maestra… pero ahora que estamos en un contexto menos oficial te diré que es larga y lenta de cojones.
Claro, para mí eso no es un hándicap, pero soy consciente que no todo el mundo tiene esa tolerancia, así que cuidado, especialmente si no conoces al director (que no sé si es tu caso).
Respecto a la hiperproductividad casera, bueno, se debe a que Carlos está ahora mismo en Sitges dándolo todo. Yo, que este año estoy en acto de rebeldía (el año pasado nos trataron jodidamente mal), me he quedado aquí ocupándome de los estrenos y todo eso.
(y, vale, jodiéndome indfinito por estar perdiéndome algunas películas que me moría por ver)
En fin, que gracias por el comment!! ;)
El único problema de que sea larga es que tendré que buscar el momento adecuado para poder verla jejeje. Sólo he visto Érase una vez en Anatolia, pero hasta que no lo has mencionado no la relacionaba con esta.
Lo que comentas del festival de Sitges, no eres el primer medio que escucho quejarse. Yo ya el año pasado dejé de ir por muchas cosas que no me gustaron de la organización, y yo iba cómo espectador normal, pagando mis entradas (de hecho creo que mi amigo y yo éramos los únicos que pagaban XD)
Si te consuela Carlos ha tenido que fumarse Annabelle jejeje
Saludos