Crítica de Sueño y silencio
Peliagudo material. De nuevo. Y posibles guerras civiles ideológicas es capaz de suscitar esto, por lo menos entre los sectores más sensibles a la producción «de autor» de nuestro cine. Oh, pero atención, ¿he dicho nuestro cine? ¿Hablo de riesgo, de peligro, de líquido inflamable? Buena noticia, pues. Siempre. Que haya gente que siga apuntando desde lo alto de un torreón inaccesible, sin puertas ni escaleras siempre tiene que ser recibido con justa emoción. Luego vendrán las llagas, las adhesiones y odios, pero de eso ya hablaremos más tarde. Porque ahora toca volver a desplegar los brazos para acoger a Jaime Rosales, ese tío grande que engañó a la industria y mordió las tripas de la bestia desde dentro. Fue una extraña confusión: si a Rosales no se lo proscribió desde un principio a las órbitas de esa especie de intelligentsia formada por entes galácticos con denominación de origen Nueva Escuela de Barcelona (me invento la etiqueta, porque además son catalanes, pero no de Barcelona) como Isaki Lacuesta o Albert Serra, que debutaban a lo bestia, era porque el chico parecía muy cine español. Sus primeras Las horas del día y La soledad estaban pensadas para operar en la industria (rostros conocidos), e incluso se granjearon algunos premios mainstream.
Pero el plan de Rosales, si es que había uno, era distinto. Y no tuvo la necesidad de homologar su discurso, así que una vez reconocido, no titubeó a la hora de montarse una historia de tan rasposo recibo como Tiro en la cabeza, elogiada y destruida a partes iguales: el realizador estaba interesado en llevar su discurso más allá, en no casarse con nada y en no hacer ascos al posible hermetismo de una propuesta arriesgada y extremadamente exigente para con el espectador. Y de temática espinosa, para más qué.
Sirvió como primera piedra de toque en el virado hacia la radicalidad y ha sido secundada ahora con su nueva Sueño y silencio, que además echa la vista atrás y concentra su foco en un punto similar al de La soledad: el sentimiento de pérdida del ser querido. Allí por culpa del terrorismo. Aquí concretado en una madre española emigrada a Francia que pierde en un accidente a su hija. Para mayor drama, la muerte tuvo lugar en un coche conducido por el padre de la criatura, ahora amnésico.
Un punto de partida más o menos convencional que sin embargo estalla en infinidad de posibilidades nada más entrar en contacto el espectador con los primeros compases (mudos, además) de la película. Sí, son dos horas de lo que antes se llamaba cinéma-verité, en blanco y negro (parece mentira que aún necesitemos comentarlo), compuesto de largos planos, dilatados en el tiempo y en muchas ocasiones casi estáticos. Sin artificios narrativos, sin estridencias formales. Tan sólo una opción estética poderosísima, etérea y telúrica al mismo tiempo, que nos abre un abanico referencial formal con principal punto de encuentro en el cine europeo de los sesenta y principios de los setenta. Esos sesenta y setenta franceses -Bresson aún presente- en los que Jean Eustache y Philippe Garrel demostraban ser más rupturistas que los rupturistas y de paso entregaban piezas fundamentales como La mamá y la puta o El lecho de la virgen. Esos sesenta italianos en los que Antonioni firmaba sus obras maestras nocturnas y taciturnas, poco después de El grito y durante el estallido de La Aventura, más lo que vino después hasta el definitivo crack de El desierto rojo. Los sesenta españoles en los que Summers daba crónica de los Juguetes rotos y Jacinto Esteva hacia acopio titánico de material para dar fe de lo que ocurría Lejos de los árboles. La misma década en la que Bergman (el título Sueño y silencio suena muy a él) ofrecía crónicas de distintas visiones del ocaso a partir de su propia cumbre -una de ellas- Fresas salvajes, y durante las posteriores Los comulgantes, El silencio o La vergüenza.
Y ojo, porque también puede haber algo del primer Cassavetes en todo esto (el de Sombras o Faces), pero eso es ya otro tema mucho más ligado a cuestiones estéticas.
Como sea, con todos ellos entronca la película de Rosales, que tampoco rehúye de sus propias correspondencias contemporáneas naturales: Sueño y silencio encajaría perfectamente en selecciones de producto nacional «al margen» como El cielo sube de Marc Recha o El cant dels ocells de Albert Serra. Con ellas comparte ese ritmo moroso y el uso de la incorruptible fotografía dura, con claroscuros afilados y grano vivo, dispuesto para dotar al material del carácter pseudo (¿cuasi? ¿semi?) improvisado para contar una historia que se percibe como real: las interpretaciones parten de ligeras consignas para crecer a base de improvisación, los diálogos brotan con su propia fuerza lógica, las reacciones son espontáneas. Las tomas son únicas, el sonido directo.
Y más allá de la convención ficcionada (e incluso incluyendo esa suerte de escapada que podría derivar, o no, hacia el fantástico), el naturalismo cotidiano trilingüe de Sueño y silencio se percibe vibrantemente real. Principalmente gracias a un prodigioso trabajo actoral con mucha parte de autoexposición interpretativa (mención especial para Yolanda Galocha, inconmensurable). Y los sentimientos que expone resbalan en la callosa epidermis de media platea o golpean con la fuerza de un tren de cercanías en el vientre de la otra media, a través de la desnuda pureza de su exposición: la incomunicación, la soledad, el peso del dolor y la culpa, los recuerdos, la impermeabilidad emocional y la explosión de una nueva espiritualidad que surge en el momento de máxima necesidad de concimiento, de explicaciones y justificaciones. Todo ello aparece en las esquinas emocionales de la película, aun sin ser sus temas principales.
Porque todo queda expuesto a partir de una opción narrativa esquiva, más insinuada que explicada, cimentada en secuencias que no tienen por qué contar mucho de por sí, pero que dejan la puerta abierta a la necesidad de exploración del espectador, que intuye ramificaciones detrás de cada gesto y palabra y que puede ir tejiendo relaciones de significado y captando, o no, las sugerencias que lanza el director: la aparición de Miquel Barceló al inicio y con el cierre de la película puede ser percibido como un (afortunado o pretencioso, lo que se quiera) recurso estético o bien puede encuadrar la historia en un contexto más amplio, llevándolo a un terreno más filosófico y simbólico relacionado con la obra en la que se inspira el pintor: ese Temor y Temblor que escribía Søren Kierkegaard (por cierto, otro título aliterado y escrito bajo el seudónimo, atención, Johannes de Silentio) narrando el sacrificio de Isaac por su propio padre Aarón.
Por supuesto que es delicado. Sueño y silencio no es un material fácil, ni accesible. Nunca queda claro dónde termina la vida natural de la historia y dónde empieza el capricho del director, dónde el ejercicio ético del artista queda justificado sobre el apunte intelectualoide, autosatisfactorio y elitista. Cuánto hay de sincero y cuánto de autismo hermético. Pero eso sólo prueba el carácter multicapa de la obra, la libertad del acto creativo y su contrapartida intelectual: si el azar existe en el arte, siempre debe controlarse y articularse desde la consciencia autoral. Y Sueño y silencio gustará más o menos, será de mejor o peor recibo, pero hoy por hoy, pocos en este país pueden llamarse a sí mismos autores por derecho propio tanto como Jaime Rosales.
No tiene por qué convencer. Pero conmigo funciona.
8’5/10