Crítica de Tamara Drewe

Con mayor o menor fortuna, vale. Pero está claro que si hay un autor europeo actual que nada entre géneros, tonos y estilos con soltura y sin prejuicio, ese es Stephen Frears. Bueno, igual hay más, pero uno de ellos es Frears.
Que hace años que perdió su condición de punta de lanza de un panorama cinematográfico -el británico-, el cetro que había ostentado gracias a algunas de las mejores películas de los ochenta y los noventa, no se le escapa a nadie. Pero también es cierto que el tipo va un poco mucho a su bola, y que de vez en cuando va dejando caer pequeñas perlas para quien quiera cogerlas, que si bien no lustran como antaño, por lo menos tienen cierto(s) valor(es).
Es lo que ocurría hace unos meses con su anterior película, «Chéri«, pálida recuperación de los laureles que le brindó «Las amistades peligrosas» y que sin embargo al final tenía un qué. Y es lo que vuelve a ocurrir, en cierto modo, con esta «Tamara Drewe» que ahora nos llega como adaptación del estupendo cómic de Posy Simmonds de idéntico nombre.
En aquél, y también en la película de Frears, la tal Tamara Drewe vuelve al pueblo que la vio crecer años después de haberlo dejado atrás, modernidad y nariz renovadas, dispuesta a arreglar un par de asuntos y a continuación marginar de nuevo todo aquello al terreno del recuerdo. Tamara ha cambiado, ha crecido y ahora ya no es la pueblerina que fue, sino una renombrada periodista de tendencias de Londres.
Pero el entorno no ha cambiado: Beth sigue acogiendo en su casa campestre a aquellos escritores y gentes de la alta sociedad intelectual que necesitan un descanso del guerrero o una simple vía de escape para reencontrarse con sus musas, o para vivir un tiempecillo de sus rentas.
Es en este contexto donde se desarrolla el drama, la comedia, o lo que sea «Tamara Drewe». En realidad lo que es, es una especie de comedia de naturalismo campestre, de relato de costumbrismo británico sobre las relaciones interpersonales más universales y que le sirve a Frears (a Simmonds) para desplegar un abanico de personajes bien definidos, de carne y hueso, todo preocupaciones y despreocupaciones, inquietudes y canas al aire. Los personajes que corretean por la película (el escritor con bloqueo creativo, el otro exitoso y condescendiente, la cornuda mujer de este segundo, el joven de pasado oscuro reciclado en payés, la pobre adolescente perdida por su vida, la propia Tamara) asientan un juego sentimental, una miniatura a escala de la sociedad actual, con su sobreabundancia de celos, envidias, frustraciones, despechos, cuernos y demás. Solo que huyendo de tremendismos dramáticos, más bien recurriendo a la comedia (aparentemente) apacible y haciendo puntuales visitas a las historias de parejas de Woody Allen o a las movidas corales de Robert Altman.
Con lo que todo es un engaño. Todo tiene su doble rasero. Lo que parece una tonterieta sobre pedantes intelectualoides en tour de force literario luego resulta una mirada afilada (aunque por el camino Frears pierda algo del vitriolo que supuraba generosamente Simmonds) a las clases bien. Lo que podía tomarse como una exaltación de la vida rural, melancólica y tranquila, en realidad es una patada en virtud de la cuál en todas partes cuecen habas. Lo que parecía amable luego resulta en un retrato un tanto grotesco de los personajes presuntuosos y falsos. O de aquellos a los que se les ha pasado el arroz y desfilan lastimosamente ante la jovencita de turno. O de los frustrados. O de los frustrados y que encima se lo tragan todo.
Personajillos tan miserables como todo el mundo, sólo que en medio de una campiña bucólica que hace las veces de edén engañoso. Personajes que se escudan en una cierta postura de superioridad cultural, o de integridad pueblerina y luego se las desviven por los trasuntos del amarillismo o del cotilleo. Londinense o de la puerta del al lado, da igual.
Nada que, por otro lado, no estuviera en el original. Stephen Frears toma el texto acerado y los dibujos suaves de Simmonds y lo pone en movimiento reverencialmente, ciñéndose a una especie de estructura narrativa cuatripartita (respondiendo a las distintas estaciones del año) que acompaña al espectador por una serie de imágenes fotografiadas e iluminadas en consonancia no sólo con una u otra época del año, sino también con el contenido del propio relato. Alguna que otra «pantalla partida», algún picture in picture pretenden recordarnos la estructura visual del tebeo de Simmonds, pero nunca logra su carácter casi multidisciplinar (hay en el cómic pasajes mudos, otros casi sin dibujo, sólo texto, artículos de prensa, reproducciones de horarios, flashbacks con variaciones cromáticas, etcétera). Lo cual no es motivo de objeción hacia Frears en su voluntad de romper con la relativa fidelidad con que por lo general trata la parte argumental. Excepto en el momento en que nos damos cuenta que, en virtud de esa misma fidelidad, la película queda alargada, con lo que el relato termina por perder fuerza. Terror, sus buenos quince o veinte minutos le sobran a la película y aquél carácter de modesto cuento «con algo más» se pierde en favor del culebroneo algo más simplón.
Pero que no se le quede a uno ese regusto en el paladar, que la cosa en general termina bastante apañada como la sátira que se pretende (algo menos venenosa de lo que se pretende), bien escrita, bien realizada y bien interpretada. Aunque a más de uno no nos vaya a colar ni en cien años la Arterton como Tamara.
6’5/10
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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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