Crítica de The Rambler
Parece ser que hay cierta mitología, según entendemos vía internáutica, alrededor de la anterior película de Calvin Reeder, una tal The Oregonian de cuya existencia, quien esto escribe, ni había oído hablar. Por lo visto, entre aquella y ésta, The Rambler, se define con mayor concretización la personalidad de su director y guionista, por lo que si nos lee algún conocedor de su ópera prima, sepa dónde se mete. Neófitos, cuidado: la que nos ocupa es una propuesta absolutamente demencial, desquiciada y muy desquiciante. En apariencia, se trata de una road movie polvorienta y apestosa a sudor, en la que Dermot Mulroney se convierte en un vaquero que busca volver con su hermano tras una temporada en chirona. A grandes rasgos de eso va la cosa, que sin embargo tarda bien poco en convertirse en un viaje bien distinto, flipado, a través de una realidad distorsionada por el pasado, el subconsciente, o el consumo de sustancias dudosas por parte de su director y guionista. Un experimento cinematográfico a caballo entre el exploit y David Lynch, tan personal y esforzado como desagradable para los sentidos y la cordura del espectador. Y tan fácil de adorar como de odiar.
De manera que por aquí apostaremos por un ni chicha ni limonada; y reconocemos (reconozco, al menos) haber pasado por todos los estados posibles antes de llegar a esta conclusión: The Rambler es endiabladamente odiosa, antipática por su condición autoimpuesta de Ser Superior. Sólo hay un Lynch en este mundo, y cualquier intentona por imitarle no suele contar precisamente con el beneplácito del respetable, ante unas más que previsibles confusión generalizada y jaqueca gratuita que, peor aún, acaban en nada. Y es que en esencia, nos da que la de Reeder es más simple que el mecanismo de un botijo: rápidamente eliminada la etiqueta de road movie al uso, la película se va emponzoñando en farragosos terrenos del sci-fi, la serie Z y lo bizarro, al tiempo que la línea temporal se destruye y la argumental también. En palabras pobres, pasan cosas raras (¿alguien dijo El almuerzo desnudo?). Entonces empieza el dolor de cabeza para el espectador, forzado a atender y memorizar al detalle casi cada fotograma, habida cuenta de que en cualquiera de ellos puede hallarse la pista definitiva para entender una cinta que ya pasa de cualquier tipo de convencionalismos… si bien acaba siendo, dentro de lo inconvencional, de lo más convencional. O sea, que en el momento en que se establece en el género de las películas raras, es como cualquier otra película rara que pueda uno imaginar.
Pero, lo que decíamos: tanto esfuerzo parece en balde porque en el fondo, las cosas que tiene que decir The Rambler a través de toda su parafernalia no son tantas. Se establece un paralelismo entre el viaje físico y uno más psicológico por el que exorcizar demonios del pasado antes de hallar redención, y a partir de ahí se avanza a trompicones hacia donde quiera que sea que confluyan sendas vías. Por supuesto, por el camino es imposible pillar toda su simbología y lirismo bañados en caspa; ante todo, esta película está hecha para los ojos de su creador y él sabrá lo que ha querido decir en muchas ocasiones. Y conforme más minutos se consumen, se percibe una acumulación de metáforas chichinábicas en detrimento de la cinta en sí, que las sufre y exterioriza en forma de un ritmo excesivamente dispar y gélido. Así, ¿cómo no va a ser odiosa la película? Rechazo máximo.
Luego llegan los siguientes estados. Porque The Rambler es para el recuerdo como uno de esos granos que cuando se revientan por vez primera, dejan marca y se infectan. Y se empieza a valorar su condición de rara avis en un mundo ya de por sí extraño que mezcla western y ciencia-ficción, gore y amor, nueva carne y mad doctors que experimentan con cintas en VHS. Que se gasta una personalidad embriagadora a su manera, abusando de imagen quemada, secuencias que se distorsionan, y de un Mulroney pletórico con sus gafas de sol, se cabello teñido y su cara en numerosas ocasiones impregnada de sangre, o mierda vomitiva. En el momento en que uno se pregunta ¿y si no estaba tan mal? Es cuando empiezan a florecer todos los pros hasta entonces ocultos. Se descubre a un cineasta loco, seguramente enfermo, pero único y amante del séptimo arte en todas sus expresiones (y eso sin haber visto antes su primera película). Hasta el punto de rendir homenaje a lo más trash del mismo, tirar de referentes de mayor cuna (Frankenstein asoma la cabeza y su presencia no es causal), e incluso descubrirse erudito en materia, sabiendo tomarse a pitorreo a sí mismo aun consciente de su voluntario aire de superioridad. Demonios, ¿y si resulta que estamos ante una neo-obra maestra, al nivel de Quentin Dupieux?
No nos atrevemos a afirmarlo, ya lo avisábamos. Seguimos teniendo muy en cuenta sus innegables fallos, el estado de odio que genera nada más encenderse las luces de la sala y nuestro desprecio en general a todo listillo que intente emular al de Mulholland Drive. Pero demonios, os juro que a cada día que pasa su recuerdo se hace más lúcido. Con el tiempo se acaba adorando a esta dichosa The Rambler, aunque no se haya entendido una puta mierda con su visionado.
6/10