Crítica de The We and the I
Acción-reacción. De nuevo. A nadie, o a muy pocos, se los puede entronizar de manera tan fulgurante y categórica sin que poco después cualquier desliz sea percibido como un gran cataclismo autoral. Y lo de Michel Gondry era crónica de una muerte anunciada, tan idolatrado él en la sombra desde sus primeros pasos como miembro de la banda Oui Oui, reconocido nueva esperanza por sus videoclips para Björk, The White Stripes, Daft Punk o The Chemical Brothers y convertido en mesías gracias a su magnífica ¡Olvídate de mí! Pero ya ven, fue no alcanzar aquel nivel de excelencia con sus posteriores películas (en distinto grado, todas reseñables) que el indie de a pie irritable, tan pendiente de lo in como renegante de lo out, se agazapó esperando el momento innegablemente bajo del realizador francés. Llegó con The Green Hornet, inopinable claudicación mainstream, y bam, mito caído. Así que Gondry necesitaba, también tras el paso en falso L’épine dans le coeur (un innecesario documental rodado después de Rebobine, por favor), un urgente lavado de cara.
Y el cambio ha llegado con The We and the I. El director vira sus planteamientos y rompe las cadenas consigo mismo y, en considerable medida, con su aura autoimpuesta de maestro juguetero de la imagen. Y recorre a la acción directa, aparentemente espontánea, y al planteamiento desnudo, aun sin dejar de lado el cosquilleo experimentador y la inquietud intergenérica. La de una película que se presenta como algo muy nuevo y al mismo tiempo muy intemporal. Algo que hemos visto toda la vida, pero que parece ser que nunca nos habíamos planteado de esta manera. Una ruptura planteada desde la sinceridad de lo simple. Un viaje en autobús de un puñado de adolescentes del Bronx que vuelven a casa tras su último día de clases. Y ya está.
Un movimiento extraño que, sin embargo, casa con el ideario del director y tira de los flecos humanistas que colgaban en sus anteriores propuestas. Aquí sigue habiendo lugar para la fantasía y la fabulación, pero es a partir del estudio de los anhelos y deseos del individuo y de las necesidades de una comunidad (ese «el nosotros y el yo» del título). De modo que, lejos de abotargarse en sus propios mundos de sueños en cartón, alucinaciones stop motion y demás trastería homemade, la propuesta de Gondry parte del -y transpira por todos sus poros- naturalismo, sinceridad y frescura, comprendiendo sin juzgar, observando sin mediar. Su mirada es limpia, humanista y transparente, sus modos los del documental observacional. Capaz de captar con diáfana claridad ese sistema complejo en el que se despliegan las dinámicas de grupo y los comportamientos individuales, el mundo en tránsito en el que desaparece todo lo demás y quedan las relaciones, la amistad, los ligoteos y la crueldad, recibida y despachada. Un caldo de cultivo poblado por jóvenes que día a día evitan el desnorte ocupando roles sociales, clases y funciones; y así lo representa Gondry, no sin cierto aire de convención narrativa, en sus protagonistas, tipificados y casi arquetípicos. Lo interesante es cómo logra que esos arquetipos respiren y piensen por sí mismos, y parte del éxito reside en haber contado con la colaboración de jóvenes del Bronx, actores no profesionales que representan con suavidad y fluidez ese repertorio de conductas que esconden inseguridades y de acciones que enmascaran complejos.
Pero no todo es así, claro. La mano del director no es completamente invisible, y su opción no se limita a colocar una cámara en el lugar adecuado y en el momento indicado. Su propuesta pasa por unos referentes muy claros, desde la representación de la juventud de Larry Clark -que parte del hiperrealismo para coquetear con el histrionismo- hasta la claridad expositiva en temática pedagógica de la cuarta temporada de The Wire, pasando el anclaje ético y estético de cierto Spike Lee, concretado en este autobús crisol que conecta con el de La marcha del millón de hombres. Y fundamenta su propuesta en esa basculación entre tonos y texturas narrativas, y también entre realidades y ficciones, retratos fieles y claras fantasías, que se abren camino durante el metraje en forma de flashbacks o fabulaciones, siempre más apegados al espíritu estilístico global de la película que convertidos en una posible vía de escape del Gondry más visualmente bricolajístico.
Pero The We and the I queda perfilada como una propuesta consistente y segura de sí misma capaz de, sin embargo, ofrecer un cierta riqueza visual en virtud de la cual se observan abundantes incursiones de videos capturados en smartphone, pura democratización de la narrativa cinematográfica (un acercamiento del cine pedagógico a sus auténticos protagonistas, otorgándoles a ellos el poder de la expresión, como apuntaba recientemente Todos vós sodes capitáns) y ligeros escapes hacia un universo creativo más propio, concretado en la reivindicación de lo físico del jugueteo con algunos elementos diegéticos (la separación de capítulos cuya tipografía está integrada en la propia puesta en escena) o en la selección musical, trufada de temas club dance y rap vieja escuela de primeros 90.
De modo que habrá que ver hacia dónde tira ahora el realizador. Si todo esto queda en desuso tras su siguiente película o si su vena sociológica toma fuerza para ofrecer nuevas vías expresivas en su cine. Si The We and the I se aposenta en el tiempo como un experimento con gaseosa ombliguista y forzado o como una rareza en el global de la filmografía del galo. De momento, como sea, nos quedamos con una película que no es mucho más, ni falta que le hace, que un pedazo de realidad social honesto, entretenido, directo y espontáneo.
Ya es.
7/10