Crítica de Timbuktu (Le chagrin des oiseaux)
Principal activo del cine africano actual, el mauritano Abderrahmane Sissako regresa para materializar en nuestras pantallas un semimilagro. A varios niveles: por un lado es rarísimo que podamos ver en salas una producción de Mauritania rodada en Mali y de carácter puramente autóctono, alejado en forma y fondo de contaminaciones externas, a pesar de la presencia innegable (en forma de productos culturales o sociales) del mundo occidental. Por otro Timbuktu es, en si misma, un muy feliz regreso, el de un realizador que descubrimos con La vida en la Tierra y nos maravilló con Heremakono y Bamako y que ahora demuestra estar en excelente forma con lo que es su película más redonda hasta la fecha: una mirada a la vida en la ciudad maliense centrada en la llegada de los yihadistas y la promulgación de unas nuevas políticas duras, represivas y absurdas. Un choque salvaje entre una tradición islámica tolerante y pacífica y unas reglas impuestas basadas en el absolutismo y la lectura interesada de las escrituras. Un conflicto que se lleva por delante a lo que encuentra, en general a los habitantes, a los que se les prohibe hacer y escuchar música, jugar al fútbol o, en el caso de las mujeres, enseñar demasiada piel, obligadas como están incluso a llevar guantes. Y en concreto a una familia de tuaregs dedicados a la ganadería cuyo padre se ve envuelto en un suceso que le enfrentará directamente a una ley con demasiada tendencia a la pena capital.
Sissako, no obstante, no carga las tintas. Sabe que los términos son peliagudos y Timbuktu termina derivando en una historia durísima entorno a la rigidez de las leyes, la estupidez de los yihadistas y el peligro de los fanatismos religiosos. Pero en cualquier caso nunca recurre a dramatismos exacerbados. Al contrario, un profundo humanismo recorre la cinta que conjuga con fluidez una especie de costumbrismo neorrealista, basado en las «viñetas de vida», con una cierta comedia resignada, que no resentida. Al fin y al cabo, dice Sissako, todo el mundo lleva algo positivo en su interior, y ahí incluye a los yihadistas. Desde luego no hay absolutamente nada maniqueo, sensacionalista o simplista en el dibujo de todos estos personajes singulares y los horrores terminan explicándose por si mismos, de modo más directo (vía una lapidación que no por escamoteada por el montaje resulta menos horrible) o más simbólico: baste observar a una comunidad que vive en perfecta armonía hablando distintas lenguas -escuchamos bambara, árabe, tamasheq, songhai, francés e inglés- y cómo con la llegada de los radicales empiezan los problemas comunicativos. El resultado es un tono al mismo tiempo amargo pero vitalista, realista pero trascendente y, claro, sencillo pero complejo: está al alcance de pocos tratar los términos con tanta naturalidad que, paradójicamente, se capte la complejidad de una sociedad, las contradicciones de sus personajes y las dinámicas entre los mismos, marcadas por la compasión, la imposición o el impulso primario.
En Timbuktu se repiten algunas de las constantes del cine de Abderrahmane Sissako: los poblados de Mali como escenario, la presencia de varias subtramas circundando la trama principal que explican otras microhistorias personales y un cuidado exquisito por la puesta en escena. De nuevo encuadres, planificación, montaje y fotografía vuelven a conformar un prodigio de precisión narrativa, pero además en este caso la depuración formal alcanza unas cotas de -por así decir- belleza cotidiana superlativas. Sissako no endulza nada, pero tampoco hace de la tragedia miserabilismo y nos recuerda que lo primero que hay que hacer ante el oscurantismo es arrojar algo de luz. Comprensión, distancia analítica y empatía hacia un pueblo (el musulmán) que es el primero en sufrir en sus carnes la frustración violenta de unos pocos fanáticos. No sé si esta película va a servir para concienciar a nadie, pero desde luego como obra artística alcanza unos niveles de precisión, riqueza expresiva y capacidad emotiva extraordinarios.
8/10