Crítica de Todas las canciones hablan de mí
Tras algunos acordes («Más pena que gloria», «Vete de mí») y desacuerdos con la crítica («El baile de la Victoria«), el hasta ahora guionista Jonás Trueba se desvirga tras la cámara con un relato que hace justo eso, desvirgarlo, estando como está «Todas las canciones hablan de mí» empapado hasta el tuétano de la esencia del ahora ilustre hijo de Fernando. O por lo menos eso se intuye. Porque esta es una película autoconsciente y aparentemente autobiográfica, imbuida de las filias y fobias de su autor, de la propia experiencia y de sus inclinaciones temáticas y estilísticas. ¿Cuántas películas no responden a este esquema creativo? Vale, pero ¿cuántas operas primas lo hacen?
Es más, ¿cuántas películas hoy en día, quieren reflejarse en el mismo espejo concreto al que mira la de Trueba? La nouvelle vague francesa representa una de las fuentes de inspiración más poderosas de cualquier autor que quiera presumir de serlo; pero en el caso que nos ocupa la cosa va más allá. Porque uno tiene la sensación cuando ve «Todas las canciones hablan de mí» de rescatar el saborcillo del susodicho movimiento galo, especialmente del hacer de François Truffaut; muy especialmente del de Eric Rohmer.
Es esta una película con un aire muy cercano al del director de las «Comedias y proverbios», de los «Cuentos morales» y abiertamente afín al espíritu de la truffautiana «Besos robados», y en eso basa su opción temática y estética. Porque esta historia de un pobre tipo a quien rozando la treintena acaba de abandonarlo su novia de largo recorrido gasta de la misma ironía, melancolía y autocompasión que las citadas.
Por eso, el concepto estilístico de «Todas las canciones hablan de mí» está cimentado en una especie de desacompasamiento temporal: la película mira con cariño a un pretérito concreto, un cine tintado de un cierto romanticismo formal; con un aire teatral y de fuerte raíz literaria. Pero a la vez presenta una historia y unos personajes cercanos a nuestra realidad en tiempo y espacio, un naturalismo y una cotidianía que ciertamente nos suena, nos es familiar: Ramiro somos todos nosotros. Y constata la opción de Trueba como justo eso: una especie de choque libre en un director ciertamente joven pero con unas inquietudes definitivamente distintas a las de sus compañeros de generación.
De ese delicioso descompás nace la estructura episódica, la ambientación, la música incidental y el aire a producto cultureta, pero también su cercanía, su complicidad hacia el espectador, su guiño a todas las preocupaciones existenciales del joven medio de entre veinte y treintaypocos años. La universalidad de las tribulaciones relacionadas con el Amor, el Sexo, el Trabajo, la Vivienda y la Amistad vista a través de ese vidrio de botella verdosete pero totalmente transparente en intenciones y resultados.
Una narración lineal que va desplegando una especie de intertextualidad curiosa que tira de recursos impostados que brotan con naturalidad (personajes que hablan directamente a cámara, «fantasmas» de cuerpo resente, una voz en off que escruta los sentimientos de los personajes y demás) y especialmente de una construcción de los sucesos abierta: una especie de azar guía el devenir de los hechos apoyándose en el «material previo», puesto en paralelo. Parece complicado, pero es más sencillo: la gran ficción del argumento central se va desplegando y complementando con «pequeñas ficciones» que lo enriquecen. Ciertamente, «todas las canciones hablan de él», todos los libros y los poemas parecen escritos para describir sus (nuestros) avatares sentimentales. Una suerte de devenir azaroso y que, según el jugueteo al que se preste el espectador puede resultar pedante o… o encantador. Es el caso: estando como la película está trufada de referencias culturales (su banda sonora de tendencia indie incluye a Christina Rosenvinge, Nacho Vegas, Aroah o Refree), el discurso se retroalimenta, no le da por fardar de citas sino que las incorpora y las utiliza sin ningún tipo de complejo. Integrando esa «alta cultura» (uf) a su discurso, digamos, cotidianista.
Y logra convertirse así en algo como la película generacional del momento para el joven indie español medio. Ese que tiene las mismas inseguridades sentimentales que el resto de sus congéneres (el paso del tiempo en la pareja y la finitud inevitable del amor, los nuevos amores y la comparación con los anteriores, las dudas, las inseguridades, el abandono de la juventud para pasar a la edad adulta). Pero que además deciden rellenar su tiempo libre en filmotecas recuperando a Cassavetes, a Fassbinder y a Ozu.
Y no es que me vaya a dar ahora por comparar a Trueba con los citados, Dios me libre. Que su película no es perfecta ni de lejos. Tiene aciertos, tiene grandes aciertos (el uso de tiros de cámara recurrentes que le dan a todo un aire casi de canción, una estructura lírica; o esa economía de planos generalizada, casi humilde; y por supuesto la arrolladora pareja protagonista) y tiene algunos desajustes (el personaje de Raquel, que deslustra; el bajón de ritmo de su último tercio; su tono en algunos momentos excesivamente verborreico). Pero la verdad es que, puntualidades a parte, el aire de profunda melancolía que recorre toda la película la engloba dentro de la siempre agradecida categoría rara avis.
¿Es «Todas las canciones hablan de mí» una película atemporal o directamente desfasada? ¿Homenajeadora o aprovechada? ¿Fresca o pedante? A cada uno le toca decidir con qué calificativo quedarse de cada uno de estos binomios. Y probablemente acertará. Pero yo, personalmente, me quedo con el positivo.
7’5/10