Crítica de Todos tenemos un plan

todos tenemos un plan

A. Cabañas, pantanales y brumas parecen el paisaje severo y perpetuo de la noche del alma humana en el Delta de Tigre, en el corazón de Argentina. Una región que puede atraer hacia la belleza de los bosques y la rugosidad telúrica de sus terruños a los fantasmas que se arrastran confundiéndose con los mantos neblinosos que se extienden como una avalancha de aceite sobre el agua. Un tablero perfecto en el que disponer unas piezas que sin duda terminarán marcadas por un destino tan cenagoso como el terreno que pisan. Y un lienzo perfecto sobre el que pintar un retrato de la desesperación humana.

B. Poco que ver con la cosmopolita Buenos Aires, donde las almas se torturan, pero lo hacen bajo un ambiente de falsa seguridad, de tensión calma. Donde la frustración, la incomunicación y las expectativas no cumplidas hacen presa de los ciudadanos más respetables. Donde un médico bien posicionado llega hasta sus límites personales y decide suplantar a su hermano apicultor, habitante de ese otro mundo opuesto, sin saber de la red de trapicheos en la que se encontraba inmerso.

La directora y guionista Ana Piterbarg es perfectamente consciente de que la riqueza expresiva yace en la combinación de opuestos (A y B), y dedica un especial mimo al detalle, cultiva un amor por el acabado de este Todos tenemos un plan que ha terminado siendo su debut en el largometraje. Una suerte de drama a medio camino entre la historia de crisis de los cuarenta y el cuento negro en una tierra en la que se sentiría cómodo cualquiera de aquellos personajes hieráticos de Lisandro Alonso. Y como en Winter’s Bone, los mecanismos del relato criminal se desarrollan en el seno de una comunidad rural y atípicamente agresiva en la que parece que sólo se puede morir languideciendo o vivir delinquiendo. Y, como decíamos, la desazón se apodera de la narración gracias a la construcción primorosa de una atmósfera, de un ritmo arrastrado y de una historia que obedece más a las convenciones del noir que a la lógica del estudio de personajes.

Y esto, en este caso, no es buen síntoma. Especialmente teniendo entre manos un relato protagonizado por gemelos y partiendo de un punto arriesgado que coquetea con la credibilidad a alturas un tanto insensatas. El punto de partida es interesante, las intenciones iniciales bastante claras. Pero el desarrollo va perdiendo fuelle a base de indefinición; encomendándose a unas imágenes que quitan el aliento, sí. Trabajando el tempo y el tono con detalle, también. Pero olvidando por el camino que una historia de semejante potencial necesita tener la cuerda dramática bien tensada.

De modo que poco a poco uno va perdiendo la brújula y no sabiendo exactamente con cuál de todas las propuestas esbozadas quedarse: Todos tenemos un plan puede ser una historia de amor un puntito fou; o un relato de perdición y redención; o una parábola sobre la escapada como necesidad y el cambio de vida como única salida; o un cuento sobre la condenación del perdedor y la salvación de la inocencia; o un reflejo de la necesidad de ajustar cuentas con el pasado con el retorno al hogar como telón de fondo. Puede ser todo ello, pero no parece querer ser nada en concreto. Porque ninguna de estas opciones parece tener unas bases lo suficientemente sólidas y el arrojo necesario para atrapar al espectador con toda la fuerza que lo haría cualquier otro producto de pretensiones similares (que son, aunque no lo parezca, un tanto de serie B, con todo el respeto y cariño del mundo por el género).
Así, los planteamientos formales son de altos vuelos y persiste en el recuerdo esa fotografía neblinosa y lechosa que articula claridad y espesura con sorprendente facilidad. Así como el apartado actoral, potente e importante, capitaneado por un Viggo Mortensen desdoblado, rasposo y de impecable acento argentino.

Pero no conviene olvidar que aunque sea al final de la partida, cualquier historia negra tiene que terminar enseñando sus cartas escondidas, su golpe de gracia definitivo; ofrecer la mano ganadora abofeteando contundentemente el tapete con el abanico de naipes. Y desafortunadamente el caso que nos ocupa no lo logra, porque tras dos horas de paulatina pérdida de intensidad y devaneos con la indecisión, la imprecisión y el recurso dramático caprichoso, mucho me temo que al final sólo queda una certeza: no todos teníamos un plan. O por lo menos no lo tenía la directora de todo esto.

6/10

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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Comentarios

  1. Fotografía impresionante… y ya. La película tiene el gran problema de lo poco verosimil que es la historia, el personaje de Agustín es una patata, nada creíble, desde luego a mí no me convencía ninguno de sus actos. Problemas serios de montaje… Eso sí, Soledad Villalmil como siempre buenísima.

  2. Nuff Said!

    Aunque en cuanto a Villamil me parece un poco un caso de publicidad engañosa: la ponen como cabeza de cartel y luego aparece, ¿cuánto? ¿diez minutos?
    Amoshombreeee

    Abrazo!

  3. Marlon Brando también aparecía diez minutos en Superman y era cabeza de cartel. Y bien pagado.

  4. Yo es que no sé quién es Villamvale, no he dicho nada

  5. Y Judi Dench ganó un Oscar por ocho minutos de aparición.

    Pero no comparemos a Soledad Villamil con Marlon Brando

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