Crítica de Tom à la ferme
Cuarto asalto para el canadiense Xavier Dolan sobre la lona del cine autoral y, si de momento no ha machacado a nadie, por lo menos sí está acumulando puntos para un final KO técnico. De paso, con el avance de los rounds, el tipo va perfeccionando su técnica y encontrando nuevos ángulos desde los que asestar sus uppercuts o descargar sus ganchos. No está mal para semejante alfeñique, peso mosca que ganó muchísimo terreno con sus dos primeros títulos –Yo maté a mi madre y Los amores imaginarios-, que convencieron al jurado (el de Cannes) y facturó un tercero –Laurence Anyways– con una técnica envidiable. Ya, el símil de boxeo probablemente sea el refugio de los escritores vagos, así que lo dejo estar y entro en harina: Tom à la ferme no es mejor que su anterior propuesta, pero sí más concisa y compacta, y además encuentra nuevas vías expresivas y sirve como definitivo aviso para navegantes: a nadie debería escapársele este tipo del radar. Especialmente cuando se pone tan egotista como en esta ocasión (protagonizada de nuevo por él mismo, tras el paréntesis ante el objetivo de Laurence Anyways), que lo pone en una situación más enfant terrible que nunca. Más celoso de su propio cine, de sus propuestas, de sus referentes y de sus propias implicaciones temáticas y morales: Dolan parece pensar que esto es lo que hay y a quien no le guste que se largue a otro lado.
No por ser precisamente una película especialmente hermética. No, lo que ocurre es que aquí el director se adscribe a algunos códigos genéricos para subvertirlos a continuación desde su interior, articula unos tonos concretos y los quiebra, virándolos hacia otro lado. Y sin necesariamente romper la homogeneidad y la coherencia de la propuesta. Lo que empieza como un drama sobre los lazos del pasado y la familia como institución frágil construida en ocasiones sobre mentiras sostenibles (o no) pronto pivota hacia una negrura más espesa. El viaje de Tom de la capital al campo para asistir al funeral de su novio adquiere tintes dramáticos cuando se entera de que la madre del fallecido no sabe de su homosexualidad, toma una nueva densidad psicológica cuando el hermano se enfrenta a Tom y se instala en el terreno del terror psicológico cuando entre ellos surge una relación de poder y sumisión. De este modo, este trío de personajes heridos condensan todo el dolor, la soledad, la sinceridad, el perdón, la violencia, la homofobia y la intolerancia, algunos de los grandes temas por los que transita en todo momento el realizador, con mayor o menor profundidad y bien con densidad ceñuda, bien con una ligereza algo más festiva. El resultado es serio y juguetón, sobrio, grave o petardo según convenga. Como sea, Tom à la ferme nada entre géneros y se enfoca desde el prisma del drama, del melodrama exacerbado, del suspense o incluso, en algún momento, de la comedia.
Y sin embargo, se muestra sólida y sin fisuras. Quizá no todo lo rigurosa que debería en los planteamientos dramáticos, pero sí visualmente robusta. Su melancolía silvestre planea desde el primer minuto, y es invadida progresivamente por una atmósfera espesa, que va tomando cuerpo y densidad a medida que avanza la historia. Lo que de entrada parecía naturalismo se ve invadido progresivamente por algo más impostado, más buscadamente forzado, a ratos casi kitsch. Todo ello mientras los personajes empiezan a dar vueltas alrededor de su obsesión o de sus miedos, según. Tanto es así que en ocasiones la trama parece -conscientemente- perder el interés por contar hechos concretos para limitarse a transmitir sensaciones intensas, para asentar ideas que van ganando matices, para desarrollar un mismo ítem y, simplemente dotarlo de peso progresivamente: del homenaje al fallecido, la familia pasa a exhumar sus recuerdos y de ahí a usarlo como excusa para articular sus odios hacia el otro. El paisaje rural ejerce un peso específico en todo ello y termina convirtiendo la escena en una especie de no-lugar, pesadilla de la que es complicado zafarse, un universo al que se entra pero del que no se sale, por lo menos no igual. Probablemente por eso haya afirmado Dolan que en Tomà la ferme hay más David Lynch que en el resto de su cine.
Podría ser. También hay más Almodóvar (el Almodóvar más melo) que Fassbinder y tanto Polanski como Hitchcock: no sólo la partitura funciona como una especie de evocación estilística constante a Bernard Herrmann, es que la propia figura del fallecido planea y hacer caer como una losa su recuerdo sobre los protagonistas, cual una especie de Rebecca queer. Claro, todo ello es rastreable en Tom à la ferme. Pero, obviamente, lo que hace grande a Dolan es que, a su tan corta edad, conjugue estos referentes y plantee con ellos productos tan personales y estimulantes como los que están configurando su fulgurante carrera.
7’5/10