Crítica de Transsiberian
Fiel a sus nuevas costumbres, adoptadas desde hace ya ocho años cuando, tras hacer sus pinitos con el cine indie romántico (“Próxima Parada, Wonderland”), sorprendió a su público con la reivindicable “Session 9”, Brad Anderson co-escribe y dirige un thriller en estado puro en el que el desasosiego (y puntualmente, el terror) surge de manera casi subconsciente a través de su gélida realización y de la delineación de unos personajes que ocultan más de lo que muestran.
Amante de los lugares desangelados y sombríos, el aparentemente apático director se aprovecha notablemente de la localización geográfica de “Transsiberian” (que fue rodada en Lituania según leo en Imdb) para construir una película en la que, justamente, los escenarios son tan o más protagonista que los propios actores, a los que ayudan a potenciar esa sensación de lejanía e inseguridad que desprenden en todo momento, sus actos, sus mentiras, o sus miradas.
Tal voluntad de inquietar al espectador queda por tanto sobradamente recompensada, hasta tal punto que por mucho que en su primer tercio de metraje parezca no ocurrir nada excesivamente extraño, éste dude en todo momento de la sinceridad de los personajes, anticipando que algo anda oculto tras (casi) todos ellos.
Así, Anderson se toma la libertad de presentar “Transsiberian” como un drama de relaciones en (des)construcción, y de hecho esa es la temática que, prólogo a parte, ocupa los primeros 40 minutos del film.
Se trata de una primera parte de tiempo más bien sosegado, una película casi actoral que va acelerando gradualmente hasta que un acontecimiento que no será desvelado en estas líneas provoca una avalancha de mentiras, engaños y persecuciones que se va acrecentando hasta culminar en una vertiginosa conclusión que abarca el último tercio del film, maquillándolo de auténtico cine de terror.
Queda por tanto clara la intención del director de crear un thriller que sea a su vez un análisis concienzudo de sus personajes, teniendo en Jessie el pilar central sobre el cual se mueve toda la trama. Ello es posible gracias a la notable actuación de Emily Mortimer, capaz de cargar con todo el peso del film y otorgarle a su personaje toda la profundidad y pesadumbre necesarias.
Sin embargo, a su lado el resto de personajes no acaba de cuajar de la misma manera, quedando el film algo descompensado en este sentido, debido a las limitaciones de alguno de los actores que componen el (por otra parte, atractivo) reparto.
Con todo, la película se convierte en una propuesta sumamente interesante, un film muy en la línea del «Surveillance» de Jennifer Lynch que atrapa y hiela al espectador gracias a la apuesta por no precipitar acontecimientos, que logra hacerlo conectar de manera mucho más profunda con los personajes.
Se le pueden achacar ciertos errores, principalmente en forma de puntuales bajones rítmicos o ese tufillo a moralina final, pero no evitan que su visionado inquiete del primer al último minuto, descubriéndose como uno de los mejores trabajos de un director aún por descubrir y recibir el reconocimiento que merece.
7,5/10