Crítica de El último Elvis
Si la imitación es la forma más sincera de adulación, lo del protagonista de El último Elvis no es imitación, sino clonación, y por ende no es adulación sino devoción. Entregado en cuerpo y alma al Rey del Rock, Carlos (John McInerny) vive sin ser él, encarnando día a día al músico de Memphis, encontrando sobre los escenarios su único momento de autosinceridad, aun a costa de su propio ser. Se aleja de su vida mundana, exmujer e hija, y se lanza al superheroísmo de las causas perdidas: el transmutarse en un personaje ficticio, en la representación de alguien que ya ni siquiera existe. En hacer de su show su propia vida y de su vida un momento de transición. Por eso con los primeros minutos del cinta ya corriendo se nos viene a la cabeza aquel otro digno perdedor, el Mickey Rourke de El luchador. Un poco de la película de Aronofsky tiene este debut del argentino Armando Bo, nieto del director de sexploits de los 70 Armando Bo e hijo del actor Víctor Bo. Un poco de ello y un mucho de cine indie norteamericano de boquilla fina. ¿Demasiado? Posiblemente.
Porque en el fondo esto se aparta del cine de greatest hits argentino -ese que se percibe ya tan falso y caduco por (auto)complaciente-, pero también de los kamikazes autorales -interesantísimos, pero poco amigos del gran público- para abrazar algo un poco más amplio, menos personalizado, pero también más efectivo. Por qué no, a Pablo Trapero le funciona. Y de qué manera. Y aunque la opción de Bo no es tan cruda, sí apuesta por un cine intimista de calidad aprehensible por todo el mundo en tanto que habla de un tema infinito: la ventura del perdedor. La épica del hombre solo que se construye la vida a trompicones improvisados pero que, oigan, va haciendo.
Por eso El último Elvis se contenta con jugar en el plano obvio del drama familiar, más o menos logrado -a menudo menos-, introduciendo toneladas de realismo con escapes de humor negro un tanto extraño (Carlos, nuestro sosias de Elvis, está divorciado de Priscilla y tiene una hija llamada… Lisa Marie -sic-). Pero también en un plano más metafórico, disparando posibles reflexiones entorno a las vidas plastificadas, criogenizadas en carbonita, de los impersonators, los imitadores profesionales. Copias andantes de las estrellas -divertido jugar al reconocimiento: de Iggy Pop a los Kiss- que ni son ellos ni son los otros, y que funcionan como reflexión sobre la copia y el original. O peor, sobre la obsesión con un mito y la negación de la propia personalidad (nuestro hombre paradójicamente sólo parece ser si mismo cuando se enfunda su traje de Elvis circa 1975) que, al fin y al cabo, es de lo que habla la película, tesis irremediablemente puntuada en la inevitable coda del personaje.
Una visión de personaje, sin embargo, nunca prepotente, nunca situada por encima del nivel de sus ojos. Bo y su guionista Nicolás Giacobone (responsables asimismo del guión de Biutiful, muchísimo más bruto que el que nos ocupa) ven a su Elvis con cariño y complicidad más que con superioridad ni paternalismo, obviando el posible patetismo inherente para dotarlo de una cierta dignidad crepuscular, concretada muy especialmente en las escenas musicales, actuaciones rodadas desde la antiépica del derrotado, de una belleza y fuerza formal intensificadas por las propias canciones de Presley. Y es que la película al final termina funcionando como un emotivo homenaje a la figura del musico, pero también a sus fans, seguidores y todo aquel cuya alma alguna vez se haya sentido mecida por In the Ghetto o Suspicious Mind.
Nostalgia y melancolía para una película pequeñita con un alcance a veces mayor que su propia propuesta, otras un tanto menor. Pero siempre rigurosa, igual incluso excesivamente lánguida, empecinada en darse autoimportancia apelando a ciertos criterios estéticos basados en la seriedad forzada. Pero como sea, es esta una película que esquiva sus limitaciones estilísticas con unas considerables dosis de empeño y corazón. La apuesta vale la pena.
7/10