Crítica de Un dios salvaje
Lo hablábamos hace poco, puede aplicarse a otros directores, y con esta la última referencia de Roman Polanski volvemos a encontrarnos con aquella tendencia autoral. Esa según la cual algunos -sólo algunos, mr. Lynch- de los narradores más radicales de los últimos cincuenta años han ido suavizando sus formas, difuminando sus aristas más estridentes para, sin embargo, seguir generando parecidas cantidades de bilis en lo tocante al mensaje, al fondo de sus tesis. Ocurre, por ejemplo, con Cronenberg, ya definitivamente alejado del hardcorismo de sus planteamientos neocárnicos pero igual de malintencionado en cuanto al acoso y derribo de la estabilidad y tranquilidad emocional del espectador.
Y en esas está Polanski, que rehuye por la vía de la sutileza de cualquier consideración autoralmente miserabilista («este Polanski ya no es nuestro Polanski») en la que pudo casi chapotear con productos como El pianista. De modo que en Un dios salvaje, madurez, ahora sí, bien asimilada, no necesita explicitar la repulsión, ni recurrir a quiméricos inquilinos trasvestidos, a cuchillazos o a callejones sin salida. Se basta con una obra de Yasmina Reza bien tensada, actualización, o revisitación sobre, el tema de las crisis conyugales y los impulsos violentos, sociales o íntimos. Es decir, su propio campo de interés.
En este sentido, el texto, adaptado para la gran pantalla por la propia autora, plantea una situación inicialmente cotidiana -dos parejas de padres se reúnen para dirimir un sencillo caso de agresión infantil- que debería terminar poniendo en solfa las bajezas morales de las clases medias. Así es, en una escalada emocional planificada en tiempo real (menos de ochenta minutos) va desplegándose una contienda bélica abierta, primero entre las dos parejas, luego en el seno de cada matrimonio, y finalmente en la intimidad individual de cada personaje. Al fin y al cabo, el incidente desencadenante no es sino un macguffin, una excusa argumental para poner en la picota a nuestros cuatro protagonistas y sólo a ellos. Y no cabe duda al respecto: al fin y al cabo los susodichos hijos no están presentes más que en sendos planos generales y se omite su presencia física durante todo el metraje. Queda claro que la guerra es otra.
Y esta es la opción del Polanski sulfhídrico, la que probablemente le conquistara cuando entró en contacto con la obra de Reza. No ofrecer granguiñoles exacerbados, sino más bien ir a por el núcleo duro del asunto. Lo que quiere es violentar la cotidianidad y extender los tentáculos del paroxismo hasta todos los ámbitos de la vida privada: aquí el enemigo son los otros, está en casa y es uno mismo. Y no escatima en ambigüedad; el objeto de azote no son tanto las clases altas -que también- como una cierta clase media progresista y bienpensante que vive en una especie de profilaxis moral, resguardada de cualquier reproche de tipo social. Esa que cree que lo importante es mantener las formas, confiar en las reglas y usos comunitarios y rendirse al valor incuestionable de una educación correcta e igualitaria.
Pero existe un cierto dios salvaje, Christoph Waltz dixit, que se rige por la ley natural y el orden lógico de las cosas, que cree en la condición animal y elimpulso primigenio del hombre, y que termina imponiéndose por propio peso. Un dios que, en fin, no entiende de convención social. Y aquí surge el choque, el auténtico conflicto y probablemente el principal problema de un argumento que se quiere gran representación teatral pero incide demasiado en su carácter de comedia de la vida.
Y no deja de ser irónico que una película de estas características (aquí en cualquier caso mal llamada «teatro filmado») pueda flaquear en su parte literaria. Pero sea como sea, los arquetipos de los que parten los personajes están concebidos quizá desde una excesiva simplicidad y sus interrelaciones terminan pareciendo un tanto esquemáticas, poco azarosas, como si uno pudiera entrever perfectamente la línea continua dibujada en el asfalto durante todo el camino. Y esos ocasionales defectos de matiz conducen a una inevitable verbalización, evidenciación o directamente redundancia en algunas ideas. O incluso al dinamitado de su propia tesis: la propia violencia catárquica en la que desemboca el comportamiento de algún personaje -vía descargas de humor histérico- se opone a esa idea según la cual la imbecilidad humana es un bucle infinito que se retroalimenta y nunca termina (o que termina en el mismo absurdo de, pongamos, el plano detalle de un roedor).
Pero son pequeños molestos borrones en un conjunto en el que el auténtico protagonista, más aún que sus cuatro bestias interpretativas -perfectamente entrenadas, compenetradas y comprometidas con la causa- es uno y sólo uno. Polanski, claro. Un dios salvaje es una auténtica delicia fílmica construida a base de detalles mínimos, de pequeños gestos y movimientos autorales. La tensión escénica, el dominio de los espacios y la disposición de elementos y personajes (con sus respectivas interacciones) es de un exhasutivo puntillismo. El cuidado puesto en la escenografía y en el propio lenguaje cinematográfico (el diseño de sonido, la iluminación y sus cambios son milimétricos), absolutamente subyugante. Una master class de traducción a imágenes -y de entendimiento imagen/texto- al servicio de un único espacio que se expande y se contrae a conveniencia. Todo mentira, todo trampantojo, por supuesto: Polanski trabaja al servicio de una idea, esa según la cual todo es una gran fábula, una gran representación teatral (el uso constante de espejos transmite esa idea de «captura de la realidad a escala») que da vueltas sobre la metáfora de la cárcel de uno mismo. Como en una suerte de El ángel exterminador, los protagonistas -apuntes sobre la casualidad y la causalidad- nunca logran escapar de ese escenario único, a pesar de tener la salida «física» al alcance de la mano. En ese sentido, el trabajo con la profundidad de plano y su misma privación con un sencillo movimiento lateral suave de cámara es admirable, así como el juego de iconos en el que el ramo de tulipanes podría ser el atractor, el grillete visual que impide que los protagonistas se marchen, y el espejo del recibidor la falsa puerta de salida que no conduce a ningún lado. Pura claustrofobia, total cul-de-sac.
Todo un aparato de magnética caligrafía escénica dispuesta a desgranar -y despegar del guión si se diera el caso- las relaciones de dominación, poder y sumisión en el seno de la pareja. Y las necesidades de libertad/independencia o solidaridad/alianza que se producen al poner a las personas contra las cuerdas en un enfrentamiento abierto.
Así las cosas, Un dios salvaje es algo así como un lugar donde se dan la mano el Hitchcock de La soga, el Bergman de los dramas de cámara –Sonata de otoño, Gritos y susurros– y las comedias negras de la Ealing en lo que podría ser una especie de cruce-actualización de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, El discreto encanto de la burguesía, Secretos de un matrimonio y un «episodio embotellado» de una dramedia de la HBO.
Y sea literariamente más eficaz o menos en la representación de unos temas, digamos, universales, es innegable que Polanski con oficio y empeño formal ha cimentado, con Un dios salvaje, otra de sus inapelables lecciones de cine.
8/10
Tengo la sensación, al leeros, de aprender mucho, no solamente de cine, sino de cómo construir un discurso crítico, razonado, templado… sin caer en el sopor más profundo. Peloteo aparte… ¿Tenéis prevista una crítica de Medianeras, el primer largo de Gustavo Taretto? Siento mucha curiosidad por este director (me gustan mucho sus cortometrajes). Un saludo!
¿Cómo que "peloteo aparte"? Tú pelotea todo lo que quieras, que igual así al final hasta nos lo terminamos creyendo un poco y todo.
Sea como sea, miles de millones de gracias por tus halagos: hacemos lo que podemos, pero cuando se nos reconoce, pues oye, como que nos mola un poquitín, ya ves…
En cuanto a lo de "Medianeras" estas de enhorabuena, oye. El amigo Manel ha escito una estupenda crítica al respecto. Esperamos que te sirva como guía…
Y si la ves, que vuelvas por aquí a contar tus impresiones
(si no la ves, vuelve, aunque sea a contarnos otras cosas, jeje)
Un saludo gordo!