Crítica de Un plan perfecto (Friends with Kids)
Si podemos considerar que gran parte del cine más o menos independiente norteamericano está obsesionado con reflejar tránsitos de un estado vital al siguiente, Un plan perfecto(1) parece ser una película modelo en dicha tendencia. Solo que aquí no se examina el mapa de sentimientos humanos que se dibuja en el paso de la adolescencia a la juventud, o de la juventud a la mediana edad, sino ese salto sin red que supone la decisión de tener hijos. Llega un punto en que a uno los amigos se le presentan ya en la puerta de casa con responsabilidades paternales y varias bocas más a las que tener que preparar cena extra de macarrones con queso; ese momento en que (dicen, no es mi caso) uno tiene que plantearse darse ya por aludido, ponerse a la altura y dejar de ser el único de la panda sin churumbeles: abandonar un estilo de vida disipado y eminentemente sexocéntrico y alcanzar ese estado de ostracismo ermitañil llamado paternidad. El problema parece ser, asegura la guionista y directora Jennifer Westfeldt, que el peaje a pagar es muy caro. Tanto como el paso por una relación afectiva que terminará indefectiblemente en tragedia matrimonial: no ha nacido ser humano capaz de soportar en sus carnes -y sin perder la cordura- el proceso noviazgo/matrimonio/niños. De modo que lo ideal debería ser, simplemente, tener la criatura en cuestión sin pasar por todo el engorro. Búscate un follamigo y engendrad un glorioso bebé sin perder con ello ni un ápice de vuestra frescura afectiva.
Eso mismo se plantean Julie (interpretada por la propia Westfeldt) y Jason (Adam Scott), los dos amigos protagonistas de esta película que pretende dar cuenta de todo ello y, de paso, aspirar a aportar un nuevo matiz en esa hiperdescripción del joven urbano de clase media con la que, decíamos, el cine americano moderno está obsesionado. Westfeldt intenta sublimar esos sentimientos pasando por los ítems más universales relacionados con los misterios del amor (el desamor y el divorcio, el matrimonio, el sexo, el compromiso y, eso, los hijos) y lo integra orgánicamente en una especie de radiografía de dicho caldo de cultivo social: los amigos de Julie y Jason son dos matrimonios que conviven con sus propias neuras y que reflejan esas dificultades de la vida adulta: depresión, hastío sentimental, rutina, responsabilidades titánicas. Una tesitura que los protagonistas intentan capear mediante una cópula ejecutada sin amor romántico: la idea es ser padres, pero ahorrar a los hijos todos los marrones. Un planteamiento más o menos atractivo, posibilista y medianamente transgresor. Westfeldt plantea un modelo alternativo de familia que funcione, y que lo haga bajo la coartada del afecto: lo importante no es la convención social sino que, en el fondo, el hijo se sienta querido por sus padres.
Correcto como planteamiento. Bajo las formas de una clásica comedia neoyorkina marcada por el signo de Apatow y que a ratos parece infectada de Woody Allen y a otros aspirante a émulo de Linklater, la directora (debutante, por cierto, tras varios años de actriz) no parece querer cortarse en sus planteamientos cómicos. Por lo menos en intenciones, Un plan perfecto parece querer ser una comedia agria e incómoda que habla de frente y no sacrifica la sinceridad de sus ideas en pos de la risa más burda. En teoría. Pero lo cierto es que como espectador es difícil evitar una cierta sensación de descontrol (más bien de falta de control): la combinación de texturas cómicas, marcada por la coexistencia de humor medianamente inteligente, chistes gruesos, comedia más o menos sutil y momentos decididamente tontorrones no termina de funcionar como un todo implacable. El resultado es desigual, con momentos genuinos, lúcidos y sinceros (incluso hirientes) y otros de una vulgaridad demasiado autocomplaciente, demasiado facilona. La explicación es que Un plan perfecto no deja de ser una romcom muy canónica y como tal no especialmente inspirada, meramente disfrazada de algo más (y mejor). Pero lo cierto es que a parte de algunos diálogos punzantes y algunos momentos de innegable puntería emocional, esto se percibe como un guión poco esforzado. Atractivo, pero en el fondo escrito con no demasiado esmero: la estructura narrativa es tópica y su plantilla de secundarios es estupenda pero bastante desaprovechada, mientras que sus dos protagonistas acusan de registros y recursos interpretativos más que limitados.
Por el resto, Westfeldt ofrece una realización muy pulcra, efectiva pero anodina, lo suficiente como para tener un cierto peso específico pero jamás entorpecer el contenido. Más ese reparto de secundarios (Wiig, Rudolph, O’Dowd, Hamm) que, por lo menos, nos hacen pensar en la cota insuperable que marcó la magistral La boda de mi mejor amiga. Y aunque Un plan perfecto nunca decae como entretenimiento, parece lastrada por una decisión estilística que debería ser justo la inversa: mientras que gente tan interesante como Lynn Shelton disfrazan de ligereza costumbrista historias en realidad profundamente veraces y lúcidas, Westfeldt parece haber optado por hacernos pasar por palabras mayores lo que en realidad es la misma historia de siempre. No es mala, pero sí vulgar.
6/10
(1) Nuevo ejemplo de la dictadura de la lerdez a la que nos tienen sometidos algunos distribuidores cinematográficos de este país. No sólo la película llega tres años tarde a nuestras carteleras, en un momento en que ya a nadie va a necesitar ir a verla al cine (los sufridos interesados probablemente la vieron allá por 2011 haciendo uso de otras vías) sino que, de nuevo, han decidido menospreciar el ejercicio creativo de sus responsables para rebautizar la película de manera totalmente libre y absurda. ¿Un título de película? Quite, quite, dónde va a parar, eso no forma parte de ninguna clase de autoría, créame que yo sé de esto y deje que lo traduzca por algo que empiece por «vaya par de», que termine en «como puedas» o, en su defecto, que evoque al espectador algún título pretérito, que a lo mejor aún se lo colamos por familiaridad. «Un plan perfecto» es, en fin, la anodina y homologable traslación a nuestra lengua del original «Friends with Kids» («Amigos con hijos»), por lo visto un título demasiado complejo como para que podamos asimilarlo con nuestras entendederas reblandecidas. Lamentable, una vez más.
Lo bueno es que luego te lo pinen entre paréntesis. Cracks.