Crítica de Un regalo para ella
En enero de 2009 nos dejaba algo chafados la noticia de la muerte de Claude Berri, quien se llevaba consigo casi 50 años de carrera sólida como director, actor y guionista. El realizador de «Germinal», «El viejo y el niño» y «El manantial de las colinas» había dejado buenos momentos en una filmografía, la francesa, bien acostumbrada a ellos, y a nosotros se nos caía el alma un poquito a los pies. Una lástima.
Bien, pero no permitamos que ello sirva como justificación para una bajada del listón crítico al entrar a valorar lo que fue su última película, dirigida al alimón con el también reputado François Dupeyron («El pabellón de los oficiales», «El señor Ibrahim y las flores del Corán»).
Porque «Un regalo para ella» es una película de lo más normalita.
Es esta la historia de Nathalie y Jean-Pierre, felizmente casados y en su cuarto año ya. Motivo de celebración por el cual a Jean-Pierre, insensato, no se le ocurre otra que regalar a Nathalie, ya a la desesperada, un bulldog inglés (llamado irónicamente Trésor).
Todo irá bien al principio, que el animalico es muy simpático y hace muchas monerías. Pero pronto la bestia se revelará como una incansable máquina de babas y pedos, un implacable asesino de zapatillas y, lo que es peor, el objeto de toda la devoción de Nathalie, que lo idolatra como si fuera un hijo.
Poco a poco, el particular triángulo amoroso irá haciendo mella en la relación entre las dos partes humanas, desgastándola como jamás habrían podido pensar.
Bien, pero no permitamos que ello sirva como justificación para una bajada del listón crítico al entrar a valorar lo que fue su última película, dirigida al alimón con el también reputado François Dupeyron («El pabellón de los oficiales», «El señor Ibrahim y las flores del Corán»).
Porque «Un regalo para ella» es una película de lo más normalita.
Es esta la historia de Nathalie y Jean-Pierre, felizmente casados y en su cuarto año ya. Motivo de celebración por el cual a Jean-Pierre, insensato, no se le ocurre otra que regalar a Nathalie, ya a la desesperada, un bulldog inglés (llamado irónicamente Trésor).
Todo irá bien al principio, que el animalico es muy simpático y hace muchas monerías. Pero pronto la bestia se revelará como una incansable máquina de babas y pedos, un implacable asesino de zapatillas y, lo que es peor, el objeto de toda la devoción de Nathalie, que lo idolatra como si fuera un hijo.
Poco a poco, el particular triángulo amoroso irá haciendo mella en la relación entre las dos partes humanas, desgastándola como jamás habrían podido pensar.
En un principio la cosa se presenta como una comedia algo apastelada y absolutamente desprovista de pretensiones sobre los avatares de convertirse en un «dueño de perro» y las gracietas conyugales que ello conlleva. Todos los que hayan estado a cargo alguna vez en su vida de un perro se sentirán automáticamente identificados con la cotidianía reformulada del pobre Jean-Pierre. Qué gracia, donde antes había una alfombra limpia ahora hay una mancha marrón. Donde antes unos paseos agradables, ahora un lío de correas. Y ahora, las 7 de la mañana are the new 11.
Como comedia costumbrista funciona, pues. No es una maravilla de la afinación ni la depuración, pero levanta alguna sonrisa cómplice que otra.
Sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que en realidad «Un regalo para ella» es algo ligeramente distinto. Porque en el fondo, el perruno Trésor no deja de ser una mera excusa para contar una historia de pareja, de desintegración del núcleo familiar, tan frágil como es. Y quién iba a pensarlo. Así que el perro termina funcionando como catalizador de las frustraciones, decepciones y debilidades de Jean-Pierre y Nathalie. Trésor es una prueba de compromiso, un paso más allá que debe dar la susodicha pareja para descubrir sus propias flaquezas. No, en ningún momento se establece un paralelismo demasiado explícito con el hecho de tener un hijo. Humano, ya me entendéis.
Aquí la cosa se declina hacia un drama ligero, muy francés también, de resignaciones, reproches y con una cierta melancolía. Y lo que hasta el momento había sido comedia amable, se agria un tanto y empieza a destilar una suave mala baba comiconegruzca. Así, empieza a desfilar por la película una galería de personajes bizarros, freaks en mayor o menor grado, todos relacionados con el Fascinante Mundo del Perro y los extraños comportamientos humanos requeridos para entrar en el club. Dando una visión descreída y amarga de todos los que llevan sus aficiones hasta límites poco sanos. Y entended poco sanos por ejemplo, por «antropomorfización de los animales». O por antropofobia. O por lo que sea.
Tienen cierta gracia tanto esa bruja metida a peluquera canina como la psicóloga animal (interpretada con clase, por cierto, por Fanny Ardant), y especialmente (y aquí Berri y Dupeyron van a saco) ese amante de los bassets (Stéphane Freiss) con una obsesión enfermiza y un don de gentes casi nulo. Personajillos, en fin, que se mueven como pez en el agua siempre que su interlocutor tenga pelo, el hocico húmedo y babee más que Hooch, pero que en el fondo no dejan de ser unos tullidos emocionales.
Sin embargo, no tardaremos en darnos cuenta de que en realidad «Un regalo para ella» es algo ligeramente distinto. Porque en el fondo, el perruno Trésor no deja de ser una mera excusa para contar una historia de pareja, de desintegración del núcleo familiar, tan frágil como es. Y quién iba a pensarlo. Así que el perro termina funcionando como catalizador de las frustraciones, decepciones y debilidades de Jean-Pierre y Nathalie. Trésor es una prueba de compromiso, un paso más allá que debe dar la susodicha pareja para descubrir sus propias flaquezas. No, en ningún momento se establece un paralelismo demasiado explícito con el hecho de tener un hijo. Humano, ya me entendéis.
Aquí la cosa se declina hacia un drama ligero, muy francés también, de resignaciones, reproches y con una cierta melancolía. Y lo que hasta el momento había sido comedia amable, se agria un tanto y empieza a destilar una suave mala baba comiconegruzca. Así, empieza a desfilar por la película una galería de personajes bizarros, freaks en mayor o menor grado, todos relacionados con el Fascinante Mundo del Perro y los extraños comportamientos humanos requeridos para entrar en el club. Dando una visión descreída y amarga de todos los que llevan sus aficiones hasta límites poco sanos. Y entended poco sanos por ejemplo, por «antropomorfización de los animales». O por antropofobia. O por lo que sea.
Tienen cierta gracia tanto esa bruja metida a peluquera canina como la psicóloga animal (interpretada con clase, por cierto, por Fanny Ardant), y especialmente (y aquí Berri y Dupeyron van a saco) ese amante de los bassets (Stéphane Freiss) con una obsesión enfermiza y un don de gentes casi nulo. Personajillos, en fin, que se mueven como pez en el agua siempre que su interlocutor tenga pelo, el hocico húmedo y babee más que Hooch, pero que en el fondo no dejan de ser unos tullidos emocionales.
En cualquier caso, lo que siembran los directores no son cargas de profundidad, ni mucho menos, pero sí pillan al respetable algo desprevenido. Y eso se agradece. En especial porque en la hora y media de metraje, en sus facetas de directores ninguno de los dos hacen un trabajo digno de mención. Ni de reproche, cuidado. Optan por una realización sencilla, una puesta en escena diáfana, sin florituras. Que, sin destacar, sí es cierto que termina huyendo del amaneramiento irritante de las comedietas sentimentales.
Del mismo modo que hace la pareja protagonista. Tanto Alain Chabat como Mathilde Seigner, experimentados y profesionales, apuestan por una interpretación naturalista y fluida, sin caer en estridencias en ningún punto, pero pareciendo convincentes en todo momento.
Y alguien habrá a quien convenza la película, no diré que no. Pero lo que es a mí, me parece un poco intrascendente. Se agradece el regusto a vinagre que va tomando progresivamente algo que en un principio parecía que iba a saber a merengue (esos créditos iniciales iban de coña ¿no?), pero al cabo, y acentuado por ese final forzado y anodino a partes iguales, todo termina resultando algo idiota. Vosotros mismos.
Del mismo modo que hace la pareja protagonista. Tanto Alain Chabat como Mathilde Seigner, experimentados y profesionales, apuestan por una interpretación naturalista y fluida, sin caer en estridencias en ningún punto, pero pareciendo convincentes en todo momento.
Y alguien habrá a quien convenza la película, no diré que no. Pero lo que es a mí, me parece un poco intrascendente. Se agradece el regusto a vinagre que va tomando progresivamente algo que en un principio parecía que iba a saber a merengue (esos créditos iniciales iban de coña ¿no?), pero al cabo, y acentuado por ese final forzado y anodino a partes iguales, todo termina resultando algo idiota. Vosotros mismos.
5’5/10