Crítica de Una dulce mentira
Últimamente se ha convertido en costumbre reunirnos una o dos veces por semana para valorar una comedia europea (por lo general francesa) y acabar diciendo siempre lo mismo: que no está mal, que su visionado es agradable, pero que no aporta nada, que se ve en una tarde de domingo y se olvida a los pocos minutos. Por supuesto, todo ello es lo que se aplica ahora a la última colaboración entre Pierre Salvadori y Audrey Tatou (la anterior fue «Un engaño de lujo»), titulada «Un engaño de lujo», por lo que esta vez se lo pondremos fácil al lector: quien no tenga ningún interés por descubrir pormenores de la cinta, que atienda a la frase que sigue y luego pase al siguiente artículo. «Una dulce mentira» es tan igual a tantas otras comedias románticas francesas que se acaba perdiendo en el olvido de igual modo, agrandando ese molesto mosaico que componen fugaces escenas sueltas, imposibles de asignar a esta o aquella cinta en concreto (y que tanto se asemeja al que dibuja el cine indie norteamericano). La diferencia aquí es que con tanto bagaje a nuestras espaldas, cada vez es más complicado que otra de estas logre aportar algo más, por poco que sea, en especial si tampoco se esfuerza demasiado. Y es que la que ahora nos ocupa es tan poquita cosa…
Todo empieza como la reimaginación de uno de los gags de «Amélie»: si ahí Audrey Tatou enviaba fotos de enanos turistas a su padre para animarlo, aquí la misma actriz pero más esquelética y con el pelo más corto (aunque igual de enervante) le envía a su madre una carta de amor anónima. Sólo que esa misiva le ha sido enviada a ella misma por parte de uno de los empleados de su peluquería y claro, es cuestión de tiempo antes que todo se embrolle. De 50 minutos (minuto arriba minuto abajo), para ser algo más específicos. Antes, la cosa busca ser una comedia de personajes, con sus supuestamente graciosísimas descripciones y sus teóricos malos entendidos tronchantes; la verdad, todo bastante aburrido y rutinario. Hasta que realmente no se tira de ese previsible y trillado encuentro a tres bandas entre madre, hija y amante secreto, la película se salva sobre todo por las interpretaciones de Nathalie Baye y Sami Bouajila, suficientemente acertadas como para paliar los efectos de la incipiente ranciedad de la Tatou. Pero a partir de ahí lo cierto es que se anima el cotarro y la comedia, como tal, funciona. Va hacia lo fácil y a por la estrategia que es garantía de éxito, y no aporta absolutamente nada nuevo a todo ello, pero en el fondo somos así de simples: humor surgido de la incomodidad ajena, líos de corazón… Eso vale para un roto y un descosido. De hecho, aquí incluso atenúa la pesadez general que se desprende tanto de su fallida (por eterna) parte inicial, como de su conclusión alargada hasta decir basta.
Poco más se puede decir de tan común propuesta. De no ser por un par de líneas acertadas dudaríamos de la existencia de un guionista no autómata tras la misma, y sin un par de secuencias logradas lo mismo haríamos en relación a su director. «Una dulce verdad» se ve sin problemas y aligera casi dos horas muertas que el espectador pueda tener en algún momento de su vida. Pero es menos divertida de lo deseado y tiene tan, tan poco valor añadido, que lo mismo vale quedarse en casa y tumbarse a la bartola, la verdad. Y francamente, uno empieza a cansarse ya de tanta película idéntica.
5/10