Crítica de Una familia de Tokio (Tokyo kazoku)
Año de efemérides, el presente, entorno a Yasujiro Ozu y su mayor obra maestra Cuentos de Tokio. Se cumplen 60 años de su estreno, 50 de la muerte de su autor y el mismo tiempo del debut de Yôji Yamada, uno de sus técnicos habituales, como director. Y ha sido precisamente Yamada quien ha decidido lanzar un homenaje a la altura con una empresa un tanto temeraria pero, a la postre, no menos exitosa: rodar una nueva versión, rigurosa y reverencial, de la citada película. Un ejercicio cinematográfico que pretende reflexionar entorno a la universalidad e intemporalidad de los clásicos, a vueltas con la idea de la vigencia de la película original de Ozu. Es innegable que la pureza de su mensaje y la precisión de sus formas la prevendrá de la mínima mácula, pero también es cierto que su revisión plantea algunas dudas: a propósito del apego a su trasfondo social, tan marcado por las circunstancias de aquella época ¿es posible readaptarla a los tiempos que corren sin traicionarla? Claro, esta Una familia de Tokio cuenta casi lo mismo y casi en idénticos términos, pero al fin y al cabo los adolescentes de aquella podrían ser los ancianos de esta. Los viejos de aquella vivieron un Japón pre y postbélico. Estos han habitado las ruinas y la reconstrucción. Y han vivido otro pequeño apocalipsis en la tragedia de Fukushima.
Lo primero que salta a la vista al encararse con Una familia de Tokio es precisamente su voluntad evocadora. Como decimos, ella misma pretende mostrarse como una película contada desde el presente pero enfocada hacia la intemporalidad remitiendo directamente a su obra de referencia. De modo que no sólo el argumento es en líneas generales el mismo, la historia de un matrimonio en la tercera edad que viajan de su isla de residencia a Tokio a visitar a sus hijos. Sino que además todas las señas de identidad de Ozu están ahí. Tanto en lo temático (conflictos intergeneracionales, importancia de la memoria, familia como institución central, pero no inmutable, en la sociedad), como en lo narrativo (tono pausado, fluidez lánguida pero ágil), como en lo formal (cámaras a menudo a ras de tatami, planos con profundidad de campo que permiten montajes internos). La obra de Yamada está, como aquella, empapada de una profunda melancolía serena y de un tono de reflexión otoñal que vuelven a poner en alerta al espectador sobre los conflictos relacionados con la llegada de la vejez desde ambos puntos de vista, el de los ancianos y el de los hijos, ahora encargados de acompañarlos a ellos, en lugar de a la inversa. Los mayores siguen aquí siendo la voz de la experiencia y los hijos fuente de crueldad o desentendimiento y catalizador de otra de las tesis de la(s) película(s): cuando llega la soledad, no importa que uno se encuentre rodeado de gente.
Claro, hay algunos cambios respecto al original; de entrada obviamente los que se refieren al apartado formal: el paso del blanco y negro al color substituye el clasicismo de Ozu por una opción no menos académica apoyada en una luz cálida, como de perenne atardecer. El score de Joe Hisaishi apunta, como es habitual, a una delicadeza quebradiza, e incluso recicla alguna de sus propias partituras, caso de algún pasaje de El viaje de Chihiro. Pero especialmente los cambios se encuentran en el contenido: como comentaba, en la propuesta de Yamada tiene un peso específico la reciente tragedia, y la situación social postbélica (con la derrota y la herida mortal de Hiroshima) toma un matiz totalmente distinto, más lejano y relativizado. Lo cual arroja interesantes reflexiones entorno a los cambios del cine nipón en los últimos cincuenta años, desde la ruptura del clasicismo en los años 60 (insisto, siempre contaminados por los sucesos de los 40) hasta la asunción de estímulos externos, primero desde Europa y acontinuación desde Estados Unidos. Y tampoco es menos interesante observar los cambios en los roles sexuales domésticos o la aparente necesidad de introducir algún nuevo personaje que quizá oxigene para el público actual las propuestas emocionalmente tan intensas que planteaba Ozu.
Así que nos encontramos ante lo que a priori parece ser uno de esos casos complicados en los que valorar una película pasa por valorar su fidelidad a una obra anterior. No debería ser así. La propuesta de Yamada tiene suficientes virtudes como para persistir sobre si misma. Claro, Yamada se postula ahora como principal homenajeador de Ozu, usurpándole el honor a Koreeda, pero el director de My Sons o Gakko tiene a sus espaldas una carrera lo suficientemente sólida como para no permitir dudar a nadie de su integridad y capacidades. Un historial que ha encontrado en los últimos años una profunda voluntad de examinar las instituciones familiares: es este su tercer drama familiar tras Otöto desde que en 2008 rompiera con Nuestra madre la racha de películas de samuráis que le dieran renovada visibilidad a en el mercado occidental: tras el paréntesis de la «trilogía del samurái» el veterano cineasta ha vuelto al melodrama sentimental que ha caracterizado el grueso de su carrera. Y aunque en algunos momentos el realizador escora aquí hacia un sentimentalismo algo más obvio que el de Ozu, su película también está, como su referente, narrada desde una sensibilidad y tristeza infinitas. O desde un humor suave y un costumbrismo elegantísimo. Desde la sobriedad y la fluidez emotiva, con intensidad y puntería radiográfica.
¿Una buena manera de acercar el clásico de Ozu a las nuevas generaciones que lo desconozcan? No, claro, para eso ya están las retrospectivas. Pero por lo menos por el camino no emborronamos la memoria de un clásico universal y nos llevamos una película a medio camino entre el homenaje rendido y el ejercicio de matizado temporal, y en casi todos los sentidos indudablemente buena. No por poco sorprendente menos satisfactoria.
7’5/10