Crítica de Varan: The Unbelievable
Si algo tenemos claro es que sin Ishirô Honda, el cine tal y como lo conocemos hoy en día no hubiera existido. Y si alguien de por aquí se acaba de arrancar unos cuantos mechones de la cabeza, entonces, queridos míos, ya va siendo hora de que (re)vean el mito del cine de monstruos. No, no me estoy refiriendo a «King Kong«, sino a su exploit por excelencia, aquella que aún hoy, 55 años después de su estreno, sigue sirviendo de ejemplo para teóricos visionarios como J.J. Abrams o, ejem, Roland Emmerich. Vean el primer «Godzilla«, y luego hablamos.
Tan histórica película fue toda una declaración de intenciones del cineasta japonés, rey de las explotaciones abonado a remakes, spin-offs, crossovers, secuelas y precuelas de todo tipo, como demuestran los títulos «King Kong se escapa», «King Kong contra Godzilla», «Godzilla contra Mechagodzilla», o directamente «Los Monstruos invaden la Tierra». No he sido capaz de averiguar si en esta última, encuentro de casi todas las criaturas ideadas por Honda y compañía, aparece el lagarto gigante que protagoniza la película que nos ocupa, la que es uno de los iniciáticos y más descarados ejercicios de auto-plagio del director.
Básicamente, el argumento se puede resumir en una frase: esto es un bicho muy grande y muy parecido a Godzilla que un día sale de su escondrijo y se encamina (sí, se encamina, sólo eso) a Tokio para horror del ejército japonés que intentará detenerlo.
Lo cierto es que dicho argumento hubiera sido más que suficiente para un servidor, si como mínimo, y puestos a fotocopiar, se hubiera incluido la llegada propiamente dicha del animal a alguna ciudad con la consecuente destrucción gratuita de maquetas.
Pero no.
A lo largo de los 90 minutos de duración de la película, el increíble varano se limita únicamente a nadar, pues tiene que atravesar el mar para ir de la isla donde vivía a las costas ciudadanas. Sin embargo, y perdón por el spoiler, es tan lento, que no sólo hay tiempo para evacuar las ciudades horas antes de la inminente llegada de la amenaza (salvo por tres hombres del interior de un aeropuerto), sino que el ejército es capaz de idear un sinfín de estrategias hasta dar con la adecuada para cargarse a la entrañable criatura, cuando esta apenas ha puesto un pie en tierra firme y roto un único edificio (el aeropuerto de antes, con las consiguientes tres víctimas gilip… despistadas).
Evidentemente, el carrusel de secuencias repetidas, imágenes de archivo, y ralentizadas emersiones e inmersiones del varano, todas ellas técnicas para alargar algo más el metraje, alcanzan aquí una presencia vertiginosa y acaban incluso con la paciencia del más valiente, el que se aferra a pasar un buen rato con los efectos especiales o los inocentes giros y/o resoluciones de guión propios de la época.
Y la verdad es que es un pena, porque ese valor añadido al que nos referimos, a medio camino entre la caspa, la cutrez, lo entrañable y lo freak está presente y de qué manera. Aviones, tanques, barcos y camiones, todos teledirigidos, son un invitado de lujo a una fiesta más poblada por muñecos de soldaditos de juguete que por personas de carne y hueso.
Y ningún esfuerzo en disimularlo, oiga. No recuerdo haber visto un sólo plano en el que no queda absolutamente clara la presencia de cables, muchos, muchos cables, para articular la función desde fuera de pantalla.
El nivel de limitación (por decirlo de alguna manera) es tal que, por ejemplo, los petardos que escupen los tanques en ocasiones hacen vibrar toda la estructura de los mismos, cuando los vehículos aceleran los soldaditos montados en ellos tienden a perder el equilibrio, o los portaaviones y demás navíos gigantescos son misteriosamente acosados por oleajes de unos cinco centímetros como mucho. Entre todo ello, brillan con luz propia unas bengalas con paracaídas completamente delirantes.
La verdad es que todo ello garantiza, además de cierta benevolencia inevitable, más de una risotada, que comienzan bien pronto a raíz de la excusa con que arranca la película: dos estudiantes se acercan al lago en el que se esconde el monstruo (muriendo bajo las garras del mismo, lógico)… para cazar un par de mariposillas originarias de Siberia. Tras ellos, la hermana de uno de los fallecidos y el amigo del otro van en su búsqueda, para encontrarse con una civilización de adoradores del varano con sus ritos y sus profecías.
Qué demonios, incluso la primera y una destrucción así en masa del pueblo resulta espectacular y enternecedora.
Es una pena que a partir de ahí todo comience a bajar en caída libre, alargando hasta lo enfermizo un argumento que podría haberse tratado en un cuarto de hora como mucho, y que de hecho no es más que un breve segmento de la primera aparición de Godzilla, más o menos.
Con todo, aunque sólo sea para ver cómo emprende el vuelo el animal (algo que sólo hace una vez, pese a ser mucho más efectivo como método de traslado que el buceo, visto lo visto), merece ser vista por los aficionados al género kaiju, pese a la decepción que suponga en comparación a otras grandes obras del director (un día hablaré de «Los Misterianos», prometido).