Crítica de Viaje al centro de la Tierra 2: La isla misteriosa
Supongo que cada generación va a poner su límite histórico, su momento hasta aquí. Ese umbral en el tiempo que divide la cinematografía, la parte en dos irremediablemente y ya para los restos. Luego uno se encuentra honrosas excepciones, pero en general piensa -con una extraña mezcla de resignación, escozor y orgullo por haber testimoniado el final de todo- el cine de aventuras ya no es lo que era. A las generaciones posteriores se la soplará nuestra amargura existencial y verán las cosas distintas, pero nosotros tenemos la razón. Porque nuestro límite, nuestro punto de no retorno es «el que vale». Este: con la llegada y sobreexplotación de los efectos digitales, se esfumó la magia.
Bien, pues seamos un poco transigentes y abramos las miras, porque nos guste o no, ahora ese es el baremo a aplicar. Y partiendo de todo eso, asumiendo que Viaje al centro de la Tierra 2: La isla misteriosa es una película de diseño que nunca fue poseída por el espíritu de la aventura genuina, va a haber que reconocerlo: Tampoco es tan mala. O por lo menos no es ningún desastre.
Primero porque da un cierto placer comprobar que aún hay alguien que se acuerda de los clásicos de la literatura aventurera. Es más, que aún queda quien pretende rendirles homenaje desde los fastos del blockbuster y aunque sea a base de sacrificio neuronal; de modo que no puede negársele a la película un cierto halo de complicidad. Que se va al garete al mismo tiempo que entra el CGI, pues sí; pero que usar a Julio Verne, Jonathan Swift y Robert Louis Stevenson como coartada literaria tampoco parece nada mal. Y segundo porque, simplemente, Viaje al centro de la Tierra 2 es un impoluto entretenimiento familiar que lo único que busca es, justo eso, entretener. Y es exactamente lo que logra.
Del primero de los tres citados es de donde parte la excusa argumental. Mediante una interpretación libérrima de La isla misteriosa, tomando elementos de 20.000 leguas de viaje submarino, y en un leve y poco interesado ejercicio de metalingüismo (los protagonistas acaban viviendo la aventura que ellos mismos leen en el libro de Verne), un chaval y su padrastro-a-querer se embarcan a la búsqueda del abuelo aventurero del primero. A ellos se suman una joven autóctona y su autóctono padre.
Poco más que contar. Pero bastante a disfrutar. Y eso incluye -y en aceptarlo está la clave- la consabida ensalada de tópicos y la infumable ración de chistecitos pedestres, la mayoría de ellos cortesía de un Luis Guzmán que parece haber perdido definitivamente de vista sus propios orígenes étnicos, convertido por fin en el hispano-hawaiiano-criollo-jamaicano definitivo. Sí, peaje a pagar (y ojo, que Guzmán es un tipo grande), pero compensado por unos The Rock y Michael Caine sorprendentemente simpáticos. Quién iba a decirnos que el bueno de Dwayne Johnson nos caería agradable. Incluso qmpuñando ukelele para marcarse un Somewhere Over the Rainbow sacado directamente de su manga de 20.000 leguas de anchura. Y quién iba a decirnos también que el pobre Caine se sobrepondría con un personaje livingstoniano casposo a su a priori negruzco sino en una producción para niños. Pero así es, a fuerza de inocencia blanca y de cero pretensiones, esto funciona.
Vaciado de objetivos tanto interpretativo como literario: la estructura argumental de Viaje al centro de la Tierra 2 vuelve a demostrar que la narrativa de videojuego (capas nuevas que anulan y olvidan la anterior) a menudo funciona mejor en las películas que no adaptan videojuegos. A cambio, el desarrollo dramático es tan esquemático como diáfano. Pero ya se trata de eso. Sus responsables pretenden vender el producto al demonio de la acción-reacción y ya. Y epatar a base de bien con una estética ácida, un cultivo por el preciosismo kitsch y una institucionalización del coroneltapioquismo en posición LSD. De modo que por la película desfilan, en saltimbanqui 3D, infinidad de bichejos de colores y de todos los tamaños (minielefantes, macrolagartos, avispones tamaño res, pájaros 747), un muestrario de flora de planeta psicotrópico y decorados que parecen querer remitir y remozar los parajes de aventura exótica de bajo presupuesto de los años 50.
Y es que se respira un aire retro en todo esto. Una voluntad de maravillar al espectador más maravillable (esto es, el sector infantil), con una concepción del sense of wonder similar a la que encerraban mágicamente aquellas producciones que contaban con la inventiva genial del prestidigitador Harryhausen arramblando con cualquier concepción de los efectos especiales hasta la fecha. Claro, Viaje al centro de la Tierra 2 no transpira ese poder de seducción plástica y deliciosa tangibilidad, ni aboga por expandir las capacidades técnicas desde un trabajo conceptual más propio de un visionario que de un técnico. Pero demonios, su descaro visual, su sucesión de escenarios (de la cima de una montaña al fondo del mar) y su honestidad escénica, afín a la serie B, pueden garantizar un rato agradable.
Y bien, el espectador puede dejarse llevar por la tontería o jugar a buscarle referentes al asunto. Y ahí es donde uno va a terminar perdiéndose en un rosario de fuentes de las que los responsables de la película beben y a los que saquean sin pudor ni condición. Y cierto es que nadie va a encontrar nada que no haya visto ya en las anteriores fantasías vernianas, en cualquier relato sobre la búsqueda de El Dorado, en algunos clásicos de Disney (de la cuerda del 20.000 leguas de Fleischer), en El mundo perdido, en El increíble hombre menguante (o mejor, en su traducción pop Cariño he encogido a los niños), en la saga del arqueólogo con látigo, incluso en Perdidos… Porque esto es una licuadora industrial. Una de las que facturan batidos de leche tamaño king size en parques temáticos tamaño king size. Que nadie se dé un atracón antes y ya verá como aunque esto le hará un flotador adiposo instantaneo, también le puede saber un rato dulce.
5/10