Crítica de Il villaggio di cartone

Rebuscando un poco por la red, uno descubre la situación en que se encontraba Ermanno Olmi cuando descolgó las botas que había dejado aparcadas, teóricamente de manera definitiva en lo que a la dirección de largometrajes de ficción se refiere, tras la provocativa Cien clavos. Y es importante ponerse en situación: con 80 años, el italiano tuvo un accidente que le obligó a tirarse dos meses inmovilizado en una cama. Tiempo de sobra para darle al coco, de hecho ni que sea de manera puramente terapéutica, en lo que se antoja un momento trascendental del ocaso de su vida. No hace falta mucho esfuerzo para imaginárselo: por un lado, un importante encuentro directo con lo exiguo del tiempo que le pueda quedar entre nosotros; por otro, una personalidad que se describe a la perfección echando un vistazo a su filmografía, marcada por lo social y lo religioso. Y además, con una problemática cada vez más evidente en Italia, como es el de la inmigración, en boca de todos (prueba de ello es que más o menos coincide ésta con Terraferma). El resultado es Il villaggio di cartone, película pequeña, pequeñísima: sucede toda ella en el interior de un edificio y priman más los silencios que las palabras, las miradas que los actos, lo que pone en evidencia un planteamiento de cada escena, de cada fotograma, hasta rayar en lo obsesivo. Película manufacturada: casi se respira la pasión, el esfuerzo y el mimo con que ha sido llevada a cabo. Y película, por supuesto, denuncia: Olmi habla de la fe, de los valores humanos y de la problemática citada, y lo hace dando por buenos los mismos valores que acabamos de tratar, esto es, razonamiento, y limitación de recursos en pos de mucho savoir faire y amor al arte.

Un cura entrado en años (acaso autobiográfico, al menos en lo que a tribulaciones se refiere) fija su mirada en un gran Cristo que pende de lo alto de su iglesia, momentos antes de que buldóceres y demás maquinaria entren en el lugar y lo desvalijen. Solo, desamparado y con un estado de salud que se deteriora a pasos agigantados, se le intuyen dudas: dudas sobre la fe, sobre la situación de la religión a día de hoy, la desviación de la senda que en teoría debería predicar. Pero un grupo de varios inmigrantes ilegales, con algún integrante seriamente necesitado de asistencia, hace las veces de arenga. Si el cristianismo, en su forma más pura, se basa en ayudar al prójimo (insisto: o eso es lo que se predica) a eso se dedica el hombre. Huelga decir que el discurso de Olmi, además de conciliador multirracial, es sumamente crítico con la sociedad; no faltan quienes quieren dar caza a los ilegales, incluido el sacristán, al tiempo que le pregunta al espectador qué demonios tiene el ser humano que dé valor a su figura. En definitiva, y si bien esa cuestión se plantee mediante la Iglesia católica, un tema mucho más universal y válido por igual, tanto para creyentes como para ateos. He ahí el razonamiento del que hablábamos a la hora de concebir la cinta. Razonamiento que se intuye a nivel argumental, pero también formal sumado a las cualidades de artesanía y pasión también mentadas.

Y es que tan sesudas lecturas se van desgranando en el lentísimo avance de un film radicalmente alejado de lo banal, donde casi cada escena es una alegoría, cada posición de la cámara parece querer decir algo. El responsable de El oficio de las armas apenas le sirve los primeros ingredientes al espectador (la iglesia vacía ocupada por un pueblo de cartón, las dudas expresas del cura, alguna metáfora evidente), de un servicio que después debe acabar de preparar él mismo. Un reto, en otras palabras, que se antoja tan estimulante como peligroso habida cuenta de la importancia que puede deparar el primer plano de una mirada envuelta en la oscuridad, o un silencio alargado más de la cuenta. Vamos, que Olmi exige mucho, pero el resultado, si bien pueda no ser excelente por excesivo, es plenamente satisfactorio. Y sabe mejor si se acompaña de un más que correcto engranaje de las piezas más básicas sobre las que enarbolar una producción cinematográfica. No es lo más relevante de Il villaggio di cartone, pero sí es fundamental para su éxito la gran labor de Michael Lonsdale como cura en las últimas (¡y acompañado de Rutger Hauer!), la banda sonora que compone Sofia Gubaidulina, o la fotografía a cargo de Fabio Olmi, hijísimo y habitual colaborador de Olmi Sr.

Todo ello suma en film de armonía perfecta, por más que sea extraña y difícil de digerir. Embriagadora, por muy aletargada que parezca. Demoledora (atención a la frase con que se cierra la escasa hora y veinte de la función), por mucho que se disfrace de intrascendente. Y sobre todo personalísima. Uno ve la presumiblemente última película del italiano, y parece estar escuchando directamente todas sus dudas y reflexiones sobre pasado, presente y futuro.
8/10

Y en el DVD…

Versus vuelve a asociarse con Cameo para la distribución doméstica de esta película, que se presenta en una única edición en DVD en versión original subtitulada (con, eso sí, un más que correcto 5.1). Se trata de una edición muy sencilla que destaca, más que nada, por la calidad de sus colores, gélidos pero expresivos, en detrimento de una calidad de imagen algo por debajo de lo deseado. Con todo, cumple de sobras. Los extras se limitan a un par de trailers y a las fichas técnica y artística.

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En diciembre de 2006 me dio por arrancar mi vida online por vía de un blog: lacasadeloshorrores. Empezó como blog de cine de terror, pero poco a poco se fue abriendo a otros géneros, formatos y autores. Más de una década después, por aquí seguimos, porque al final, ver películas y series es lo que mejor sé hacer (jeh) y me gusta hablar de ello. Como normalmente se tiende a hablar más de fútbol o de prensa rosa, necesito mantener en activo esta web para seguir dando rienda suelta a mis opiniones. Esperando recibir feedback, claro. Una película: Jurassic Park Una serie: Perdidos

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