Crítica de When You’re Strange

People are strange when you’re a stranger
Faces look ugly when you’re alone
Women seem wicked when you’re unwanted
Streets are uneven when you’re down
Lo cantaba Jim Morrison, no hace falta que recuerde quién y qué fue. Pero sí igual que diga que fue un tipo lúcido, salvaje, todo tripas con cerebro. Un «extraño» que llegó, en sus etapas más regadas de whisky, a tal punto de desconexión de la gente (otros «extraños» que seguían a lo rebaño las directrices de lo que se les iba diciendo «desde arriba») que terminó, a golpe de personalidad inrockuptible, erigiéndose en figura central y genial de la música popular del siglo XX. Y hete aquí el ascenso y caída de un frontman único en un entorno único (una banda de apoyo formada por otro trío de privilegiados del ritmo) y en un contexto irrepetible, el de mediados y finales de los 60. La década que se abrió con un disparo, que vio el afianzamiento de los derechos civiles, el surgimiento de una nueva contracultura, el apogeo del ácido y el final de Ricky Nelson. La década que fue testigo del nacimiento de la leyenda The Doors.
Material de partida inmejorable para un Tom DiCillo que se redescubre a sí mismo redescubriéndonos a nosotros la personalidad de Jim Morrison, las circunstancias que le llevaron a ser quien fue desde el momento en que empezó a serlo. Y hasta el momento de su muerte. Lo de DiCillo es una carta abierta a su pasión por el rock de los sesenta y setenta, a su atracción hacia una sociedad en ebullición, pero especialmente a su amor por la banda de Morrison, Manzarek, Krieger y Densmore. Y pone al servicio de ello las mejores herramientas posibles: un documental que tiene tanto de estudio concienzudo, detallado, pormenorizado, como de lo anterior. La pasión que DiCillo vuelca en «When You’re Strange» posibilita una película casi milagrosa en la que se equilibran las dos vertientes y en ningún momento se cede al cotilleo: esto empieza con el nacimiento de Jim como artista y termina con su muerte.
Ayudado por la monocorde narración de Johnny Depp, DiCillo nos hace partícipes de esa historia vital acelerada, la de un joven contradictorio y visceral. El chico apocado, sensible y culto, apasionado del blues y del jazz, del cine y la poesía que de la noche a la mañana cedió a su fuego interior y se convirtió en el animal de la escena que todos conocemos, con alma de estrella ultracarismática, imagen calculada al milímetro y una cabeza que casi no podía contener el torrente de ideas que brotaba de ella.
El hombre que encuentra en tres compañeros tres espejos de sus propias inquietudes (Densmore, baterista y fan irredento de Coltrane y Mingus; Krieger, guitarrista influenciado hasta por el flamenco; Ray, teclista amante del blues) y que con ellos funda en el 65 la banda llamada a remover la conciencia a casi todo el mundo. El grupo que otorgó al rock su condición de movimiento musical audaz, avezado, abierto a lo que fuera y como fuera; que le dio al género aquello que lo debía definir: la imprevisibilidad, el peligro, la constante capacidad de sorpresa.
Y como (por lo visto) buen documentalista, DiCillo traza la historia de manera cronológica -no por ello rutinaria; difícil con el material que se tiene entre manos-, presentando los momentos claves de una banda que los tuvo a puñados. Y con el uso de imágenes de archivo de conciertos, de televisión, grabaciones de todo tipo, documentales, películas y demás, y sin dejarse ninguno de los icónicos álbumes (ni prácticamente de las canciones del combo), va desgranando la evolución de la banda, desde el momento en que fueron descubiertos por un cazatalentos visionario que les dio la oportunidad abriendo un concierto de los Turtles y Van Morrison, aunque luego casi los echó a patadas del escenario. Hasta la grabación del primer disco, ese homónimo «The Doors» que les llevó poco más que 5 días, o la primera actuación (con desobediencia incluida) en el televisivo «Show de Ed Sullivan».
Con el relato de los hechos, la leyenda de banda salvaje va creciendo: los conflictos con las fuerzas de la ley se sucedían y los problemas con un grupo poco amigo de la ligereza se concretaban en encendidas soflamas contra el establishment, contra el orden imperante. Con un Jim Morrison instalado permanentemente en el ojo de la tormenta, buscando siempre en sus canciones unas implicaciones políticas y una cualidad literaria, basada en la doble lectura y en la metáfora. Marcado por sus crecientes problemas con el alcohol y las drogas psicotrópicas que le llevaron a un estado en el que se iba haciendo difícil distinguir entre el Jim real y el que pisaba el escenario, situación que culminaba con el nacimiento del alter ego etílico y desbocado de Morrison: el temido Jimbo.
De nuevo a DiCillo. El director toma a su figura trágica menos como tal que como una personalidad magmática, apasionante, alejada del reduccionismo en virtud del cual siempre se lo consideró un alborotador entregado al escándalo por el escándalo: a principios de los 70, los conservadores empezaban a apretar en la sociedad norteamericana; la violencia y la atracción por la misma iba estrangulando los últimos coleteos del «verano del amor», que dejaba paso a un clima más pesimista y oscuro: el icónico tema «The End» da pie a una emotiva secuencia de montaje en el que se suceden las muertes de Martin Luther King y de Sahron Tate. De Hendrix y Janis Joplin, terrible preludio del destino reservado para el propio Morrison.
En este contexto, el artista se rebelaba en conciertos cada vez más endemoniados, más extremos y dislocados, más a contracorriente. Hasta que llegaba el incidente en Miami en el que, presuntamente, aireó su pene ante el respetable. Con ello, la entrega al FBI y una condena que le persiguió hasta el fin de sus días y le demostró una terrible verdad: su propia vulnerabilidad. La estrella no era invencible. Momento conflictivo, peligroso para cualquier documentalista. El director, claro, no lo evita, pero lo utiliza a su favor para seguir cimentando el relato, la contextualización histórica, la construcción de la persona más que del mito. Esa persona que terminaría retirándose a París, donde fallecería a los 27 de un fallo cardiorespiratorio y para ser enterrado en el cementerio de Père Lachaise.
Un documento admirable, el de DiCillo; probablemente el mejor jamás rodado sobre Morrison, Krieger, Densmore y Manzarek. Una peícula reveladora, apasionada y arrebatadora y que además, paradójicamente –es el primer musical que rueda el director en toda su carrera- nos devuelve al mejor DiCillo, al tipo que nos presentó a «Johnny Suede» y nos descubrió cómo es «Vivir rodando».

8/10

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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Comentarios

  1. Preciosérrima crítica!!! A mí tb me encantó la peli, la he visto más de una vez, yo tb creo que es lo mejor que hay sobre los Doors (y eso que a mí la de Oliver Stone con Val Kilmer morrisoneando ya me hizo gracia). Yo le pongo un 9, un punto más sólo por el fkn placer de oirles… Es de estas que puedo volver a ver cada cierto tiempo, cuando tengo ganas de escucharles.

    Y un gustazo leerte. Muy linda.

  2. Je, grazzie, grazzie, bella…

    Yo también soy muy de ir volviendo a los Doors de vez en cuando. Nunca los llevo en mi ipod (triste: en mi ipod sólo tengo cosas recientes -compromiso con la actualidad obligatorio, ya sabes- y Marvin Gaye -SIEMPRE hay que tener a Marvin Gaye; los ipods deberían salir de fábrica con el "What's Going On" ya grabado)

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