El lector opina: Valhalla Rising – Aquí no perdona ni Dios
Por Carlos Weishäupl
Mucho se ha hablado, y no positivamente, del estreno en Cannes de la esperada nueva película Only God Forgives, dirigida por el que parece ser el nuevo director de referencia en lo que a violencia cinematográfica se refiere. Abucheada en el festival francés, Nicolas Winding Refn presenta un nuevo thriller de corte oscuro y violento en el que la venganza es el leit motiv del argumento. Repite Gosling a las órdenes del director de Drive, siendo el encargado una vez más, aunque parece que esta de manera mucho más sangrienta y visceral, de reventar la cara y lo que haga falta a los malos de todo Bangkok y mitad del sureste asiático.
La violencia explícita parece haber salido de manera sorprendente a la palestra gracias a o por culpa de este característico filmmaker europeo. Sin embargo, la figura de Refn siempre ha evangelizado a sus seguidores a base de carótidas seccionadas por algún arma blanca, el sonido de un cráneo que sugiere ser perforado por un clavo en cualquier momento o el sonido de una nuca dislocada en un pestañeo.
Para todo este festival de pequeños placeres gore, Refn no sólo ha empleado a una figura como Gosling para llevar a la pantalla historias de violencia. Sin duda es Drive la que ha puesto sobre este joven director danés el foco de muchas expectativas y somos unos cuantos los que hemos querido revisar su obra más reciente para detenernos en el universo de héroes privados de cualquier halo de misericordia que siempre encarnan los protagonistas de sus cintas.
A falta de la constatación de que Ryan Gosling ha podido quedarse ya para siempre con cara de Ryan Gosling con Only God Forgives, puede afirmarse que Mads Mikkelsen con su rostro vikingo y magnético representa como nadie el papel de héroe estepario y magullado imprescindible en las historias de Winding Refn.
Merece la pena revisar Valhalla Rising para constatarlo. Un relato aparentemente intrascendente, que no deja rastro en la historia, anónima en vida y en la muerte, como en el caso Charles Bronson, histriónicamente interpretado por un excesivo Tom Hardy y estrenada bajo el título de Bronson justo antes del estreno de esta epopeya anónima de difícil contexto geográfico e histórico.
Un viaje con los paisajes de las Highlands escocesas de fondo, con una atmósfera fría y seca. Refn utiliza la cámara para su particular juego de sombras, tonos y colores. Rojo sangre, del oscuro, del que salpica la cámara cuando se descarna un hígado. El azul del frío más húmedo, del que no deja sanar ninguna herida y por el que las costras de los rostros que quedaron tuertos parecen no cicatrizar jamás.
La película se vale de seis actos sobre los que hila la conquista de la libertad de un esclavo guerrero. Así, el director nos mete a punta de planos abiertos y proporcionales en una historia muda en la que nuestro único intérprete es un niño que le acompaña en su viaje. One-Eye, o sea, el prota, o sea Mikkelsen, es un esclavo que posiblemente lleve toda su vida luchando a muerte por sobrevivir. Algo así como los mandingos de Tarantino extrapolado a unas tierras más frías y aún más bárbaras. Tras deshacerse de sus propietarios, One-Eye escapa hacia ninguna parte con el chico, integrándose a continuación en un reducto de soldados sicarios de la Cruzada cristiana que tiene como objetivo llegar a Jerusalén para implantar lo que quiera que las Cruzadas estuvieron siglos tratando de expandir.
La película fluye como esa especie de Drakkar que se estanca en un río sin corriente y con una niebla que no permite ver más allá del tercer remo de la embarcación. One-Eye no abre la boca. Observa y perdona vidas con el ojo que le queda. A saber qué podría hacer con dos. No acaba nunca el desasosiego de esa escena, oscura y llena de densa claustrofobia del que no sabe ni dónde está ni qué está pisando (o navegando en este caso).
Marca el ritmo entre tanto camino inhóspito el punteo periódico de guitarra eléctrica distorsionada. Y qué coño pinta semejante cosa en un emplazamiento cercano al 1.000 d.C. Ni idea, pero consigue que sea el prólogo frío y tenso a los desgarros y golpes secos que esperan tras cada árbol.
Valhalla Rising termina sin terminar. Refn nunca termina. Aplaza, pospone. Nos dice que ya verá si tiene ganas de seguir poniendo en tensión al personal en la próxima escena, en el siguiente acto, hasta que decide fundir la pantalla en negro.
Gary Lewis (Billy Elliot) glorifica el reparto y el acento escocés pueblerino con su Cruzada. Mikkelsen deslumbra sin abrir la boca. Y aunque Valhalla Rising no sea una obra maestra, parece una película necesaria. La representación de una violencia que aunque muchos sectores críticos clamen al cielo por ello, no está filmada con gratuidad.
El film está rodado con esmero, aunque sin refinamientos ni ostentosidad. Es seca, elegante, misteriosa. Refn supera el histrionismo de Bronson para advertirnos que lo normal no es la paz de sofá y cañita en la terraza. Que la sangre existe y que las muertes no son siempre plácidas o pacíficas. Que hasta hace poco éramos animales, y ni siquiera de compañía. Que en muchos lugares los seguimos siendo. Que nosotros también lo seríamos llegado el momento. Y que en caso contrario, la palmaríamos.
Que en Valhalla Rising como en la vida no perdona ni Dios.