Los amantes de la noche (1947) de Nicholas Ray
Cuando un cineasta como Víctor Erice se refiere a Los amantes de la noche como «una poesía del Destino» puede parecer que se esté dejando llevar por la emoción que despertaba su creador en cientos de directores actuales, pero después de 69 años de su filmación nadie podrá negar que el film que nos ocupa narra una de las más desgarradoras historias de amor juvenil relatadas en esto del Cine, aunque curiosamente, desde una óptica bastante alejada a la que nos tenía acostumbrado el Hollywood Clásico en la época. Y si de alguien es ese mérito, es sin duda de Nicholas Ray, director de la cinta y uno de los cineastas norteamericanos que más personalidad han demostrado e imprimido a toda su carrera y que pasó a engrosar esa lista de malditos del celuloide, no sólo por como la acabó (exiliado en Europa haciendo cine experimental como We Can’t Go Home Again (1973), film que resultó precursor en el uso de la doble pantalla simultánea, y que se adelantó a Godard y su Número Deux (1975) o permitiendo que Wim Wenders filmara su agonía en Relámpago sobre el agua (1980), sino por como la manejó en territorio americano durante sus años de mayor gloria, brindándonos películas tan majestuosas y turbias como En un lugar solitario (1950), La casa en la sombra (1951), Johnny Guitar (1954) o Rebelde sin causa (1955), films inundados de ese inusitado carácter lírico y violento que siempre encontrábamos en su cine y que, en cierta manera, también adelantaba características del cine moderno, abordando a sus personajes desde su angustia interna más que por sus vicisitudes externas. Pese a todo este currículum Ray, al igual que muchos otros, acabó prácticamente maltratado por la industria americana y bastante denostado por la crítica, a excepción, como no, de los Cahieristas (Rivette dijo de él «que era el más espontáneamente poeta» y Godard que «si el cine no existiera, el único capaz de reinventarlo sería Ray») que lo reivindicaron y ayudaron a colocar en el puesto que se merece y que ocupa, con todo merecimiento, actualmente.
Pero volviendo al film que nos atañe, Los amantes de la noche supone el debut de Ray como director (y la primera vez que lo relacionaron con el cine «juvenil», losa que Llamad a cualquier puerta y Rebelde sin causa le obligaron a arrastrar ciertos años). Producción modesta de serie B de la RKO (bajo el mandato de Dore Schary, que en su breve período hizo debutar a decenas de directores nóveles y sin experiencia, antes de que lo substituyera el todopoderoso Howard Hugues) que se rodó en apenas 43 días, y que trata sobre la huida de 3 hombres de una prisión en Texas (y que abre la acción «in medias res» con uno de las primeras escenas rodadas en helicóptero que servidor recuerde, junto a la de Cayo Largo (1948) de John Huston) que deciden refugiarse en el garaje del hermano de uno de ellos, naciendo así un fuerte sentimiento amoroso entre la hija de éste, Keechie, y el más joven de los fugitivos, Bowie.
A partir de aquí, lo que en manos de otro se convertiría en una pueril historia de amor y desgracia repleta de los clichés que proliferaban en producciones similares, en las manos de Ray pasa a ser un oscuro y trágico relato de amor que va cual kamikaze contra muchas de las convenciones de este tipo de films, salpicando con sórdidos y subversivos detalles que aparentemente pueden pasar desapercibidos (el contexto que se insinúa alrededor de la vida de Keechie, con un padre alcohólico que la «llama» todas las noches cuando llega ebrio a casa o las lascivas miradas que le dedica su propio tío) pero que añaden cierta oscuridad a la propuesta que progresivamente convergerá con ciertos arquetipos del cine negro. Y precisamente aquí, es dónde Ray vuelve a ir en contra de lo convencional del género, ya que mientras otros darían rienda suelta a su imaginación expresiva tan habitual en el noir con escenas de intriga o acción, el cineasta americano defrauda progresivamente todas las expectativas del espectador frente a ciertas situaciones, evitando crear cualquier tipo de ambiente, de suscitar ningún suspense, alejándonos de la acción y despojando así de casi todo su dramatismo y artificio a este tipo de acciones mediante elementos cinematográficos como el uso del fuera de campo (la paliza a uno de los dueños del coche se refleja en el rostro del chico, o el atraco al banco, narrado desde el punto de vista de Bowie que espera en el coche), de la elipsis (del segundo atraco, únicamente contemplamos sus preparativos, nunca su ejecución), de informaciones emitidas (la muerte de Jay C. Flippen y Chickamaw se nos comunica por la radio), y que muchos achacaron a la necesidad hecha virtud, su falta de presupuesto o la censura imperante en la época (código Hays de por medio), pero lo cierto es que Ray evitó dar importancia a los momentos más llamativos de este tipo de historias, dado que no pretendía distinguirse mediante una renovación formal, no le interesaba el virtuosismo sino que pretendía más bien transgredir los códigos. Su puesta en escena, desde su inicio, está basada en el clásico y continuo cruce de miradas entre los protagonistas, creando vaso comunicantes entre los planos/contraplanos. Tampoco utiliza demasiadas alegorías (aunque la que utiliza es brillante, la vida «normal» que habían conseguido reflejada en los adornos del árbol de Navidad, destrozada por el ex-socio cuando éste exige a Bowie que le ayude a cometer otro atraco, mientras los va aplastando poco a poco) y todo que respeta cierto «academicismo», los primerísimos planos de ciertos momentos, la composición de los mismos y la luz de George Diskant, aleja a sus imágenes del look que impregnaba tantas «marcas» de productoras en boga en el Hollywood de la época, con una finalidad muy clara, alejarse de todo aquello que resulte accesorio para centrarse en lo que realmente le interesaba: una imposible historia de amor exhacerbado entre dos jóvenes que huyen y se ven abocados al crimen y a la fatalidad, entre dos adolescentes en los que surge un sentimiento sin afectación, inmediato y que logra romper cualquier norma que se le imponga por su simple existencia.
Víctimas inocentes en un principio, pero pertenecientes a un medio social donde defenderse es casi imposible, quedan atrapados en un engranaje del que sólo puede escapar a través del ejercicio de la violencia. Así, al igual que en las tragedias clásicas, las circunstancias les condenan a los implacables mecanismos de la fatalidad. ¿Y a quién señala Ray como culpable de esta situación? Al igual que en sus siguientes cintas alrededor de la adolescencia, a la sociedad (especialmente a la familia) que pone en marcha su imparable apisonadora y provoca todo ese estallido de violencia. Los jóvenes reaccionan de forma distinta dependiendo de su entorno, educación o temperamento, y Ray jamás emite juicios sobre lo que muestra, llegando como mucho, a expresar su incomprensión ante ciertos hechos. La huida traslada a los protagonistas a escenarios cada vez más despojados de habitantes, cada vez más desolados, pero estos espacios naturales (otro punto que nos aleja del noir) no tienen nada de idílicos, bien al contrario, representan su particular vía crucis hacia el aislamiento total y su condición de nómadas. No están encerrados, pero si están condenados. Este fatalismo que tiñe el metraje añade aún más pasión a todo el relato, donde se dibuja ese trágico paisaje de los amores tintados de negro. Y eso nos lleva a otro elemento escénico/ambiental de una importancia atroz en el film: la noche. Y es que la violencia desarrollada en las iniciales escenas diurnas nos lleva lentamente a la introducción del elemento nocturno, pero no una noche heredera del Romanticismo alemán poblada por espectros, maldiciones y que infunde respeto o terror, bien al contrario, la noche de Ray (y todas las que pueblan sus películas, guardan este elemento en común) simboliza ese territorio donde viven los marginales, no siempre delincuentes, sino gente que no se siente cómoda en la sociedad en la que vive. Y precisamente ahí es donde se conocen nuestros protagonistas, es una noche de complicidad, de ternura, de dulzura. Una noche que les sirve de refugio de esa sociedad que no les entiende y les persigue. La mayor diferencia estriba en que Ray, al no juzgar a sus héroes, tampoco los condena nunca. El trágico final no es un castigo, sino una estúpida desgracia. Una fuga de delincuentes a toda velocidad se convierte, por obra y gracia del director, en una balada romántica, donde la fatalidad inherente alcanza su auténtica dimensión sobre un fondo rayano en lo anarquista, pero sobretodo completamente ajeno a la ideología que imperaba por el cine norteamericano de aquellos años.
Empezó fuerte Ray su carrera, primero con el plano que abre el film, sin ninguna utilidad dramática, de la pareja de jóvenes besándose en un ambiente bucólico, para progresivamente convertir esa idílica imagen en una descorazonadora epopeya, y así transformarlos en otro exponente más de ese subgénero conocido como «parejas criminales en fuga», inaugurado por la insuperable Sólo se vive una vez (1937) de Fritz Lang, y continuada poco después por Gun Crazy (1949) de Joseph H. Lewis, o posteriormente por Bonnie & Clyde (1969) de Arthur Penn, La huida (1972) de Sam Peckinpah o Malas tierras (1974) de Terrence Malick. La huída de los primeros rebeldes (con) causa.
Bibliografía
- Los amantes de la noche, de Antonio Weinrichter y Carlos Losilla (incluido en la edición especial del film por Versus Entertainment)
- Nicholas Ray, de Jean Wagner
Bien!
Ese fatalismo, esa oscuridad que lo rodea todo, desde el espacio, el tiempo, incluso la propia esperanza: esa maravillosa inspiración de Bowie, cuando decide que el único que les puede salvar es el "casador" de oficio estilo Las Vegas. Qué mente retorcida llega hasta el punto de ver la esperanza, la ilusión, en un tipo corriente que les ofrecía panfletos de Mexico para la Luna de Miel. Ante el fajo de billetes, sólo esa respuesta: ni siquiera el amor (entendido desde ese punto de vista americano) puede salvarte, ni siquiera la esperanza de amor puede desenrollar este laberinto de absurdos y estupideces. Por eso, creo, la secuencia final es tan chocante y estremecedora: ella ni siquiera se acerca al cuerpo, ella ni siquiera echa a correr, ella coge una carta y mira, observa, como si desde el principio hubiesen admitido la fatalidad como el leit-motiv de sus vidas.
Ojalá escribáis más críticas de antaño como esta!
La próxima… Ordet?
Un saludo