Lost: Seis años en el rompecabezas. Comentario y crítica del final de la serie
[Aunque este artículo no contiene SPOILERS explícitos, quien no haya visto la serie probablemente preferirá mantenerse alejado]
Se ha terminado «Lost», queridísimo Capitán, estimados lectores, y nos hemos quedado todos como un poco huérfanos. Tristes y con un pequeño hueco emocional por haber perdido un poco el norte, nuestro padre televisivo, el que puso en marcha todo esto, quien abrió la caja y dejó salir los truenos.
Nos deja una gran serie, pero un mayor hito del medio audiovisual. Un enorme producto en infinidad de niveles. Los han habido mejores, los habrá mucho más buenos, pero ninguno será «Lost».
Bien, lo de «se ha terminado» en realidad no deja de ser una pequeña concesión dramática por mi parte. Todos sabemos que aquí hay cuerda para rato, que nadie dejará apagar la llama en mucho tiempo y que las teorías se van a suceder una tras otra hasta límites surrealistas y enfermizos. Porque ese es el gran cogollo de todo, la gran virtud del «Lost»-producto-de-ficción-total: la serie de J.J. Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Lieber ha sido la gran artífice del cambio en los canales de recepción habituales. Con «Lost» el P2P descubrió las series y conoció su auge, se dieron formas inéditas de emisión (la finale ha sido simultánea en distintos países) y la serie como tal se proyectó a sí misma fuera de los límites de la pantalla, creando un gran universo metarreferencial, una especie de megamerchandising sentimental. Sabemos que somos legión y aun así cada vez que vemos a alguien con una camiseta de Dharma nos cuesta reprimir una sonrisa cómplice.
Porque «Lost» no ha inventado nada, pero lo ha hecho todo tan bien, ha sabido jugar las cartas con tanta inteligencia que hemos comprado el producto con gusto. Hemos dejado engañarnos una y otra vez por las estrategias dramáticas más abiertamente folletinescas y por el batiburrillo de referencias poperas de tendencia fantacientífica. Aun siendo conscientes de la gran batidora cultural a la que nos enfrentábamos, hemos devuelto el guiño cada vez que se ha citado a «Star Wars» o que se ha hecho referencia a «Indiana Jones» o a «Regreso al futuro».
Pero todo esto habría quedado en nada, en un gran globo de helio que revienta cuando se acerca demasiado al sol si no exitiera entre los creadores de «Lost» algo simple pero definitivo. El talento. Sé que el concepto es borroso y poco explicativo, pero dejádmelo exponer así: lo de la tropa de «losters» era un innato talento para asimilar ese torrente de referentes (los citados y evidentes de «Star Wars» y «Regreso al futuro»), fuentes de todo tipo de las que bebían con gusto para incorporar a su propio discurso. De «Star Trek» a «El prisionero», del espíritu juguetón de «En los límites de la realidad» a los saltos temporales azarosos de «A través del tiempo» (o «The Quantum Leap», si se prefiere), de «La isla de Gilligan» a «Twin Peaks» y hasta «Los cronocrímenes» (sí, sí). De la caverna platónica a las teorías del multiverso. Todo en un totum revolutum brillante al que se sumaban las citas a infinidad de libros (de Mark Twain a Lewis Carroll; de Joseph Heller a Conrad; de Verne a William Golding; de Stephen Hawking a la mismísima Biblia), cómics («Green Lantern», «Batman», el guionista Brian K. Vaughan publicitando su propio «Y: el último hombre»), y una selección musical tan exquisita como determinante (ahí está la importancia del «Good Vibrations» de los Beach Boys, las míticas «Make Your Own Kind of Music» cantada por Mama Cass, la «Downtown» interpretada por Petula Clark, o la decisiva referencia a «La mer» de Charles Trenet).
Todo cabía en el discurso perfectamente articulado de «Lost» que, por otro lado, no hacía ascos a la explicación científica, de la «para-» a la «avanzada». Numerosos frentes de conocimiento científico se daban la mano con comodidad, sin estridencias. Insólitas dosis de física «tradicional» que hablaban de electromagentismo y bolsas de energía, pero también de física cuántica y enigmas paracientíficos. Alimento habitual de freaks de la ciencia-ficción tales como el viaje en el tiempo, el alargamiento de la vida, el poder telekinético y demás. Teorías de todo pelaje en las que las supercuerdas y los principios del doppelgänger coexistían con comodidad, siendo sólo insinuadas en virtud del suspense sostenido. Matemática, ecuaciones legendarias (el dichoso Fibonacci y la maldita ecuación de Valenzetti), variables y constantes y un continuo jugueteo con los límites de la probabilidad y la casualidad que se convirtió durante la segunda mitad de la serie en casi su razón de ser.
Pero no todo en «Lost» era ciencia, numerología o raciocinio. Ni mucho menos; sus límites quedaban en muchas ocasiones difusos, confundidos con otros «más allás».
«Hombre de ciencia, hombre de fe», rezaba una de las oraciones más famosas de la serie y motor conceptual de gran parte de ella. Si tuviéramos que reducir a «Lost» a su esencia, o a una de ellas, esa sería «el eterno choque de la racionalidad contra la fe». La otra, claro, sería «la aún más eterna lucha del bien contra el mal; la luz contra la oscuridad; el blanco contra el negro».
Por eso toda «Lost» estaba tintada de una espiritualidad muy cristiana, pero también con referencias al islam, al budismo y los principios hinduístas que le añadieron a la mezcla, con la entrada del asunto Dharma, un plus de misterio exótico.
Sea como sea, el catolicismo pareció una constante a lo largo de las seis temporadas. Ya fuera a través de referencias directas (el de Mr. Eko probablemente fuera el personaje más ligado, a su pesar o no, al hecho religioso) o a través de lo que se fue revelando como otro de los grandes ítems lostianos, probablemente el mayor de todos: la Redención.
Y es que «Lost» giraba entorno a unos personajes que se encontraban en el momento determinante de sus vidas, casi su razón existencial. Para lo cuál debían afrontar su pasado (narrado a través de los famosos flashbacks), hacer frente a sus demonios, «aceptar la isla» y encarar un presente que se mostraba decisivo. Se trataba de purgar los pecados, pasar página y sólo así abrazar la eternidad. Siempre fue así. «Redención» fue una de las palabras eternas en el vocabulario de Damon Lindelof y Carlton Cuse. Y al final han terminado siendo consecuentes al respecto.
Además, la aparición de Jacob concretó un ítem capital en el cristianismo, y que ha resultado ser otro pilar (otro más) de todo el tinglado, ligado a lo que comentaba. Esto es el «libre albedrío contra voluntad divina». El destino contra hacerse el propio destino. La causalidad, la motivación y la consecuencia de los propios actos. ¿El hombre adueñándose de su destino y matando a Dios, o el hombre abrazando su destino y rendiéndose al «Plan Maestro»?
De todo lo que hablaba hasta ahora se infiere la auténtica clave del éxito de la serie. Si algo fue «Lost», es un gran culebrón de personajes, y en ese sentido se constituyó como un complejo retrato en forma de fresco coral donde una serie de personajes respiraban, vivían, evolucionaban constantemente, cobraban vida ante nuestras narices. Una colección de problemas paternofiliales no resueltos en el plantel de personajes que peor se llevaban con sus respectivos padres de la historia de la televisión reciente.
No engañamos a nadie si decimos que «el misterio por el misterio» era el motor narrativo de «Lost». Sin embargo, esa filosofía del «acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma», esa metodología basada en respuestas que dan pie a nuevas preguntas se habría convertido a la mínima de cambio en un castillo de naipes que se derrumba de no ser por esta afinadísima descripción de los personajes, de sus interrelaciones, de sus vaivenes sentimentales y sus tirayaflojas por el liderazgo.
Fue admirable el mimo con que se trataron las evoluciones personales de todos y cada uno de ellos, la descripción de sus circunstancias pasadas y presentes, sus contradicciones y las motivaciones de sus actos. Las ambigüedades constantes con las que se presentaban algunos de ellos (apartado liderado por el enorme Ben Linus) no hacían sino reforzar la construcción de sus caracteres, añadiendo un halo de misterio a sus personalidades que no se perdió hasta el fin. Resulta admirable comprobar cómo al final, un personaje atrapado en una isla amenazada por un monstruo en forma de nube negra terminaba siendo infinitamente más creíble que el camarero de la tasca de la esquina o la panadera cani de cualquier producto de ficción nacional.
No obstante, a quien tanto misticismo no le convenciera, probablemente podía sentirse seducido por el «Lost» producto audiovisual, o mejor, el «Lost» juguete narrativo.
Respecto a ello, lo primero que nos dimos cuenta era de que aquello no era una serie normal. Su altísimo nivel de producción lo acercaba más al entorno cinematográfico que al televisivo, y las decisiones técnicas (realización y planificación, fotografía, música) apuntaban hacia esa misma vía. No, eso no era lo que habíamos visto hasta el momento.
Pero es que por otro lado, pulverizando las lineas entre la realidad, la alucinación, el sueño y hasta lo que «podría haber pasado», la narración de «Lost» nunca se presentó de modo lineal, partiendo de unas aspiraciones un pelín más complejas de lo acostumbrado (saltos al pasado y al presente desde los mencionados flashbacks) para ir enredándose progresivamente en una madeja temporal que aun compleja nunca resultó pastosa.
El último capítulo de la tercera temporada, con la inclusión sorpresa de los flashforwards, representó el pistoletazo de salida para el definitivo desmadre temporal y al final todo quedó constituido como un intrincado laberinto narrativo, un gran tapiz acronológico que saltaba indistintamente hacia atrás en el tiempo e incluso de modo lateral (acuñando el término flash-sideways). Se perdían así no sólo los conceptos de «inicio» y «final», sino que también se planteaba la misma reescritura de lo ya visto, imposibilitando el trazado de una linea cronológica clara.
En otras palabras, «Lost» destrozaba a placer la percepción temporal, dilatando y contrayendo el tiempo efectivo de la serie. Y también gustaba de jugar con las distintas capas de la narración y, por lo tanto de la percepción del espectador, trasteando constantemente con sus expectativas («Through the Looking Glass», la mencionada finale de la tercera temporada y «Ji Yeon», séptimo episodio de la cuarta, fueron movimientos tan tramposos como inteligentes), y yendo siempre (siempre, pese a lo que pudieran decir algunos iluminados) un paso por delante del espectador. Incluyéndolo en un continuo juego, una gran gincana cercana a la interactividad en la que sus deseos, interpretaciones y expectativas eran casi tan determinantes como las de los propios personajes.
Desde un principio, y hasta su mismo final, «Lost» fue un gigantesco puzzle donde, algún gazapo aparte, todas las piezas presentadas terminaron encajando.
Todo ello permitió a los creadores una continua reinvención del show, que quedaba renovado temporada a temporada, hasta el punto de hacerlas casi independientes, pudiendo haber dado pie a, por qué no, seis series totalmente distintas. Esta continua revalidación del gran enigma «Lost» representó el intento más loable de los creadores por nunca perder de vista la inquietud del juego, el planteamiento de auto-retos, arriesgando casi a cada capítulo. Nadie puede decir que «Lost» fuera una serie inmovilista, por mucho que algunos se empeñaran en decir que «se plagia a sí misma» tanto como «no saben a dónde van, se les está escapando de las manos». Paridas. Si tan cenizos lumbreras hubieran estado en lo cierto, ahora comentarios como este ni siquiera existirían. No, «Lost» sobrevivió a bluffs oportunistas que intentaron encender un nuevo fuego que terminó apagado irremediablemente («Jericho», «Héroes» y «Flashforward», a cuál más timorata, las más evidentes; pero ahí estában también cosas como «Day Break» o «The Nine»).
Al final de todo nos queda esa sensación de orgullo del que ha vivido un momento televisivo histórico. El sentimiento de que algo muy grande ha pasado a formar parte de nuestros recuerdos audiovisuales más emotivos, algo que podremos contar a los que vengan detrás con un «yo estuve allí» (aunque esos mismos nos contesten «pues vale»), convertido en el evento audiovisual más importante de nuestras vidas, nuestra propia retransmisión post-moderna de Neil Armstrong dando aquel «pequeño gran paso».
Pero sobre todo nos quedan seis temporadas brillantes de emociones al límite en una impecable amalgama de suspense, terror, drama, aventura y comedia en la mejor partida de ajedrez en la que jamás hayamos estado envueltos, en un gigantesco backgammon que ha capitalizado nuestro interés por el medio durante más de un lustro.
En un viaje único para una serie irrepetible. Afortunados de nosotros.
Por Xavi Roldan
Crítica de Lost: The End. El final de Perdidos
[Contiene SPOILERS sobre el final de la serie]
Y por fin, la mejor serie de la historia de la televisión pasó a la historia. La sexta temporada de «Lost» (queda mucho más in que «Perdidos») mostró su doble episodio final, poco menos de dos horas que tenían la imposible labor de no defraudar a ninguno de sus fans. Imposible porque a estas alturas todos nos habíamos creado un final propio, todos queríamos que hasta el último detalle saliera según nuestros planes, y eso, en tan corto espacio de tiempo, era irrealizable.
Por eso, los guionistas de la serie lo habían planificado todo tan bien. Por eso los episodios precedentes (en especial el número 15, titulado «What They Died For») revelaban un buen puñado de secretos de la serie pero imposibilitaban saber por dónde iban a ir los tiros; a lo largo de sus seis años de vida, cada vez que se ha llegado a una encrucijada en «Lost», el espectador lo ha hecho totalmente virgen, y esta vez no iba a ser la excepción.
Así, nadie era capaz de predecir los últimos 100 minutos de la serie y quizás por eso, una vez concluidos, la sensación de vacío es aún mayor.
Porque el hueco que deja no se llena con un «se acabó», ni se alivia con un simple «me ha gustado» o «no me ha gustado». No, el final de «Lost» obliga a volver a él, a abrir corazón y mente, dejarse de pataletas y tratar de alcanzar (con más de un visionado, me temo) sus dimensiones.
Entre el director, Jack Bender, y sus guionistas, Damon Lindelof y Carlton Cuse, «The End» ha otorgado una ulterior dimensión (y van) al universo losty, un último twist que vuelve a obligar a pensar en la serie desde un nuevo punto de vista. Y lo ha hecho como es habitual, dejándonos con cara de tontos y reconociendo que, desde siempre, «Lost» ha sido la historia de un grupo de supervivientes del accidente aéreo.
Jack, Kate, Sawyer, Hugo y compañía entraron en nuestras vidas hace seis años para hacernos partícipes de sus aventuras, y desde entonces se convirtieron en amigos, familiares lejanos a los que seguir de cerca. Nos emocionamos con sus besos y abrazos, lloramos desconsolados con sus heridas y desapariciones, y por mucho misticismo, iniciativa, estatua o viaje temporal, lo que siempre hemos querido es que lograran sobrevivir y salir de esa isla sanos y salvos.
Y eso es precisamente lo que nos cuentan al final. Así de simple. Hay quienes parten, hay quienes se quedan y hay quienes perecen.
Todo lo demás no deja de ser un envoltorio, una preciosa pirotecnia de emociones y sentidos para que el espectador encuentre consuelo y digiera mejor los acontecimientos.
Sí, la segunda realidad que se dispara tras el estallido de la bomba no es más que un artificio, pura ficción que no tiene mayor complicación ni interacción física con la isla. Nos han engañado, para variar. Lo que ocurre en la realidad original es lo que hay, por lo que pensar en Jin y Sun, Sayid, Juliet o Desmond resulta hondamente desconsolador. Pero su existencia (y la de todos los demás) ha sido tan importante, tan potente, que las cosas no podían quedar así, los sentimientos tenían que desatarse de alguna manera y así ha sido, para alivio del espectador. La justificación de ese flash-side podrá convencer o no, eso irá en función de las expectativas de cada uno, pero de lo que no cabe duda es de que hasta que no se ha descubierto el pastel, ha supuesto toda una alegría.
Y en el fondo, de eso se trata todo. Si «Lost» es la serie que va sobre lo que ocurre durante un vuelo, ese durante es el que debería importar del viaje que es la serie en sí. El destino influye, cierto, pero la gracia de todo ha sido la travesía… Ha sido y continúa siéndolo, ¿o es que ese final abierto está ahí por nada? El universo que han creado J.J. Abrams y compañía no ha acabado, si acaso ha vuelto a trazar los orígenes de un círculo concéntrico, uno más en la historia milenaria de la isla, de ese tablero para la batalla entre el bien y el mal (aunque sigamos sin tener del todo claro quién o qué es uno y quién o qué es lo otro) que ahora adquiere nuevos protagonistas. La pena es que a nosotros sólo se nos deje ver hasta aquí, ya que la trama es infinita. «Vienen. Luchan. Destruyen. Corrompen. Y siempre termina igual», ¿recordáis?
No podemos ver el final, de la misma manera que no pudimos ver el principio (habría que saber los orígenes de la madrastra de Jackob, de la madre de ésta, etcétera). Pero sí podemos ver un final (tan épico como amargo), el que corresponde al protagonista principal de la serie. Todo empieza con los ojos de Jack abriéndose y acaba con los ojos de Jack cerrándose (y confieso que una vez más se me han empañado los ojos al pensarlo), como tenía que ser.
Y bien por el doctor: ha conseguido el objetivo que se propuso de buenas a primeras, arreglar las cosas. Por eso sonríe cuando ve marcharse el avión de Lapidus y compañía. Por eso respira tranquilo habiendo dejado la isla en buenas manos. Ahora bien, nosotros tardaremos en olvidar tamaña eclosión emocional. Ese re-encuentro con Kate en la fantasía que todos juntos han creado, su despedida tanto en ella como en la isla… sin olvidar esa comunión general en la iglesia en que todos se congratulan y abrazan, queriéndonos decir que su viaje ha acabado… demasiado para nuestros corazones. Y brillante broche de oro para tan brillante producción, por cierto: decepcionarse con la resolución final carece de sentido, pues el guión logra lo imposible, esconder sus cartas hasta el final e imposibilitar así cualquier intento de teoría. Sólo podemos dejarnos llevar, entregar a Bender nuestros sentimientos y dejar que haga con ellos lo que quiera. Como de costumbre.
Qué le vamos a hacer, nuestra más fiel compañera televisiva nos ha dejado para siempre. Ya no habrá más viajes semanales a islas paradisíacas, misterios imposibles ni peleas épicas. Y afrontémoslo, tardaremos mucho en encontrar otra serie que le haga sombra.
Hace seis años comenzó una leyenda, la serie que revolucionó para siempre la televisión y el juicio de los televidentes. A partir de aquí, nos toca seguir a nosotros solos. Pero la pregunta sigue ahí: y ahora, ¿qué?
Por el Capitán Spaulding