La residencia (Narciso Ibáñez-Serrador, 1969)
Lo tenía claro cuando decidí hacer esta selección: iba a incluir por narices una de las dos únicas películas que rodó Narciso «Chicho» Ibáñez-Serrador en formato cinematográfico: «¿Quién puede matar a un niño?» (1976) y «La residencia».
La primera es un perturbador thriller de suspense, con una capacidad incomodadora ejemplar, con un dominio de la tensión absolutamente magistral y por ello resulta ser una película brutal y afilada, en mi opinión de lo mejor que hemos dado, y daremos, en este género. Sin embargo, he escogido la algo inferior «La residencia» por estar más ajustada a unos cánones estilísticos y estéticos y, qué demonios, porque la tenía menos fresca y me apetecía revisitarla. Vamos, que la primera va más a su bola y la segunda está más tocada por varios elementos externos.
Escrita por Luis Peñafiel y basada en un relato de Juan Tebar, la película nos cuenta la historia de Teresa (Cristina Galbó), una adolescente que es internada por su padre en una residencia femenina en Francia en la que rigen las más estrictas normas de conducta, impuestas con mano de hierro por la señora Fourneur (Lilli Palmer) una rígida madam, perdón, directora, que vive acompañada por su hijo Luis (John Moulder-Brown), e Irene, una de las chicas del centro que le hace las veces de ojo derecho y brazo ejecutor (Mary Maude).
Poco a poco, iremos conociendo cómo una serie de desapariciones, aparentes fugas, planean sobre la memoria reciente del lugar y paralelamente asistiremos al asesinato de algunas de la internas, mientras Luis se ve en secreto con una de ellas y, por supuesto, a escondidas de su sobreprotectora y posesiva madre. Un giro final, y ojo que aquí viene el spoiler, nos descubrirá que el asesino es el propio Luis, quien intenta (re)construir frankensteinianamente a la mujer perfecta a base de ir ensamblando piezas («las manos de una, los ojos de la otra») para conseguir la fémina ideal y objeto de la aprobación de su madre.
Ibáñez-Serrador consigue en esta ocasión un acercamiento modélico al terror (rama gótico), un género que seguirá explotando más tarde, como comentaba, en «¿Quién puede matar a un niño?» y en sus televisivas «Historias para no dormir» (1966-1968, 1982). En este caso, se acerca al modelo propuesto por la Hammer a través de una estética y una ambientación muy acorde con las películas de la productora inglesa. Por ello, la puesta en escena resulta impecable, ya que mira a títulos como «El perro de los Baskerville» (Terence Fisher, 1959) o «La medusa» (Terence Fisher, 1964), si bien es cierto que no alcanza la potencia de su imagineria visual.
A cambio, nos ofrece un enfermizo ambiente en el que se conjugan grandes dosis de fetichismo al más puro estilo dominación/sumisión, con soterrada carga lésbica y donde intervienen el voyeurismo, el sado y hasta el incesto. La iconografía de la película contribuye a ello: corsés apretados, peinados tirantes y algún que otro látigo hacen acto de presencia.
Sin llegar a ser un producto erótico (no lo pretende, ni mucho menos), sí que resulta inquietante y a la vez atractivo en su visión de la liberación-represión sexual, tocadas siempre por las leyes del catolicismo más cerrado (curiosidad: creo recordar que no se ve ni una sola cruz en toda la película) y tendente en todo momento hacia la parábola de la dictadura y el totalitarismo. A ello contribuye el vestuario y algunas interpretaciones, como la de la semidominatrix Mary Maude, fría en su afán de inflingir castigo físico, que nos hace pensar casi en una auténtica general nazi.
Al respecto, resulta digna de mención esa brillante secuencia en la que se nos muestra en un montaje paralelo el castigo que se aplica a una de las chicas (latigazos traperos en la espalda) y el momento en el que todas las chicas rezan disciplinadamente antes de comer. No es muy sutil, pero sí tremendamente potente.
Y en mi opinión este es uno de los fuertes de la película: una dirección efectiva, y que sabe ser elegante y brutal cuando le toca, con algunos momentos realmente brillantes y secuencias imaginativas. Una realización que sabe transmitir la carga del momento, ya sea terrorífica, sexual o dramática y que hace que la cámara se mueva como pez en el agua en todo momento.
Un Ibáñez-Serrador que nos brinda momentos tan antológicos en su fuerza como la escena de las duchas (de gran luminosidad en medio de un tono general muy oscuro) o la del primer asesinato en el invernadero, y que describo a continuación: la víctima llega a encontrarse con Luis al lugar en cuestión después de haber cruzado el brumoso (e inquietante, claro) jardín y se encuentra con un cuchillo clavado repetidamente en el estómago, momento en que el director opta por eliminar cualquier efecto sonoro y dejarnos oír sólo una música infantil que, además, se va ralentizando hasta «morir» a la vez que la protagonista de la escena. Ni siquiera ese cierto simbolismo barato de la sangre cayendo sobre las flores consigue que la escena sea menos brutal y, a la vez, -cómo odio este calificativo- onírica.
Y probablemente el momento cumbre del film es ese en el que el director decide hacer un rápido zoom para congelar la imagen unos segundos justo en el momento en que el asesino sostiene su cuchillo sobre la garganta de una de sus víctima para a continuación degollarla salvajemente: una cierta salida de tono de Ibáñez-Serrador que sin embargo produce un tremendo impacto gracias a la dilatación del tiempo y el suspense y sirve como poderosísimo ejemplo de la maestría del director.
Hay más secuencias que están llevadas al límite de la tensión, que destacan por encima del resto y se instalan en la memoria del espectador: desde la escena de sexo fuera de plano en el que observamos la tensión entre las chicas que están cosiendo (y saben qué pasa en la habitación de al lado), y que va creciendo gracias a un desasosegante montaje cada vez más picado, hasta el momento en que Teresa es sometida a tal presión psicológica que se ve obligada a ceder y cantar patéticamente enfundada en los trajes de cabaretera («prostituta», según exclama Irene) de su madre. Esto nos lleva a ver la historia como un relato que se mueve a base de «choques»: el choque de secuencias extremadamente violentas contra la sobriedad de un ambiente represivo; o el contraste entre lo macabro del argumento y la inocencia de algunas de sus protagonistas. Por ejemplo.
Y si comentaba antes que la película bebe en parte de las producciones Hammer, también es cierto que muestra otras influencias como los relatos de Edgar Allan Poe (con los que comparte atmósfera, contexto y premisas argumentales), el mito de Frankenstein o incluso el cine de Hitchcock, más concretamente «Psicosis».
En este sentido, esa relación materno-filial, núcleo de la película que cobra su importancia cuando llegamos al final nos recuerda tremendamente a la de Norman Bates con su madre, colmada en «La residencia» en ese descabellado twist final (atención, relativamente descabellado: si nos paramos a pensar se nos dice abiertamente en algún momento del metraje quién es el asesino) en el que Luis ya aparece «fuera» del mundo real, sumido en su propia locura conversando mentalmente con su madre quien, por su parte es condenada a su «justo castigo».
E incluso la música de Waldo de los Ríos, estupenda, adecuadísima, remite en algunos momentos a la partitura de Bernard Hermann.
Argumentalmente, así, encontramos varios motores de la historia, que ya he ido comentando y resumo a continuación: por un lado la iniciación de el personaje inocente de Teresa en el mundo hostil y a la vez acogedor que resulta ser la residencia y que la lleva a una pérdida de esa misma inocencia.
Por otro lado, la trama criminal y de suspense, que tontea con el whodunit y nos ofrece sin pudor recursos convencionales de este tipo de cine (el plano del pomo que se mueve indicando que hay alguien al otro lado de la puerta, la figura humana en penumbra que de repente cubre el plano…).
Y finalmente la relación de la madre y el hijo, también arquetípica, en la que la primera ejerce de monster in law, con su afán de proteger al segundo alejándolo de cualquier relación con una mujer que no sea ella, bajo la excusa de encontrar a la persona que esté a la altura de su retoño.
Nos encontramos en definitiva ante una obra cuasi-maestra del género, absolutamente canónica en ese aspecto y claro ejemplo de aplicación con éxito de unas convenciones bien entendidas. Película mítica donde las haya y que para postre ha servido de inspiración a generaciones posteriores, que podemos rastrear hasta la actualidad, y cuyos casos más populares podrían ser los de Guillermo del Toro («El espinazo del diablo», 2001) o Alejandro Amenánbar y su «Los Otros» (2001), que por cierto también se basaba en (fusilaba) «The Innocents» (Jack Clayton, 1961), película que a su vez podría verse como precursora de ciertos aspectos de «La residencia».
Recomendadísima queda, pues.
Sin palabras me he quedado…¡vaya pedazo de reseña! espectacular … aunque lo de los spoilers está feo, se perdona por lo completita que está la reseña. Enhorabuena.